Relatos para el 8M: Voces que empoderan
En Palabreando, taller de escritura, creemos en el poder de las palabras para transformar realidades y visibilizar historias que merecen ser contadas. Por eso, con motivo del 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, algunos de nuestros alumnos y alumnas han plasmado en sus relatos la fuerza, el coraje y la determinación de mujeres que inspiran, luchan y conquistan su propio destino.
A lo largo de estas historias, encontraréis protagonistas que rompen barreras, desafían roles impuestos y se atreven a escribir su propio camino. Desde mujeres que enfrentan la adversidad con valentía hasta aquellas que encuentran en la sororidad su mayor fortaleza, cada relato es un homenaje a la diversidad y a la resistencia femenina.
Os invitamos a sumergiros en estas narraciones llenas de emoción, reivindicación y esperanza. Cada una de ellas refleja el compromiso de nuestros escritores y escritoras con la equidad y la visibilización de las mujeres en la literatura.
Relatos escritos como ejercicios para los talleres.
¡Esperamos que disfrutéis con su lectura y que estas historias resuenen en vuestro interior tanto como en el nuestro!
Alicia Morales (de Ceuta)
Portuarias
Por
la noche el puerto adquiere un tono futurista, las miles de luces que
iluminan las grúas se proyectan en el mar, el cielo adquiere todos
los tonos púrpuras del crepúsculo, hay un silencio relativo. Los
sonidos de las máquinas, el pitido intermitente de los toritos de
carga se convierte en la banda sonora del muelle. La ciudad descansa
tranquila, la vida fluye en el puerto. Triana
tiene la faena de la noche, le gusta estar allí cuando muchos
duermen y el calor del levante no le traspasa los poros. Si puede,
se pide ese turno. Nunca fue madrugadora, perpetua insomne, prefiere
manejar la carga en estas horas, así está más despierta. Hoy
hay que estibar un barco enorme, va lleno de electrodomésticos a
algún lugar remoto. La máquina le señala cómo distribuir el peso
mientras ella maneja la grúa que carga con toneladas de lavadoras.
No
fue fácil llegar allí. Aún recuerda el día que se presentó en
la oficina a entregar el currículo.
—No,
no, aquí no cogemos mujeres para la estiba. —Le repasaba el
encargado el cuerpo de arriba abajo. —Esto es un trabajo de
hombres.
—¿Por
qué? —preguntaba Triana—.Yo puedo hacer lo mismo que un hombre.
Tengo todos los carnets, estoy preparada.
—Seguro
que te rompes una uña—contestó jocoso otro trabajador de allí.
Los demás le secundaron las risas. — ¡Anda, eres muy joven y
guapa para trabajar en esto que es cosa de tíos!
—Eso
que dice es anticonstitucional. —Triana no se rendía—. No es
justo que no haya estibadoras, éste es el único puerto que no
admite mujeres, parece que andamos en el siglo pasado.
—Mira,
—El encargado le mostró un folio ante las risas de los
compañeros—, aquí tienes un listado de empresas que admiten
mujeres: limpiadoras, secretarias, azafatas… manda tu currículo a
estos sitios, aquí no tienes nada que hacer.
Triana
salió con los puños apretados, una lágrima de impotencia le corría
por la mejilla. Sabía que no era la única que aguantaba estas
escenas, otras compañeras habían recibido el mismo trato. Habían
tenido que soportar las burlas de los hombres de aquella oficina.
Habían sufrido los insultos de algunos de los trabajadores de la
estiba.
—¡Nos
queréis quitar el pan a nuestros hijos! — les gritaba uno. —Esto
no es para hembras, vosotras a lo vuestro. Sólo nos faltaba que
entraran las mujeres. Seguro que se os engancha el tacón en la grúa.
—¡Qué
vergüenza! ¡Quitarle el trabajo a un padre de familia! —voceaba
otro.
—¡A
fregar!¡Qué no valéis ni pa
fregar!
Triana
estaba asustada, de repente el mundo portuario le pareció una enorme
montaña de hielo a la que no la dejaban escalar. Llevaba en paro
intermitente seis meses, salvo las veces que hacía de camarera en
aquel bar de copas los fines de semana. Había
entregado currículos en todos los sitios posibles. Se había
matriculado a cursos intensivos sobre el manejo de maquinaria pesada,
tenía una formación profesional de grado alto en mecánica de
grúas, desde pequeña había visto a su padre y a sus hermanos,
después, trabajar en el puerto, siempre soñó con ser portuaria
como ellos. Pero nunca se le ocurrió porque en este puerto no había
mujeres.
Pero
ese año la bolsa de trabajo de estibadores se había abierto y
aceptaban candidaturas. Sólo que esas candidaturas no podían ser
femeninas.
Sintió el peso de la injusticia en las entrañas, no iba a
conformarse, no podía quedarse quieta, se lo debía a las que antes
habían abierto camino, se lo debía sobre todo a ella misma. Tenía
mucho miedo.
Recordó
haber visto en Facebook, La
plataforma de estibadoras del puerto de Algeciras,
decidió conocerlas.
La
plataforma estaba formada por un grupo de mujeres que, como ella, se
plantearon un día la pregunta «¿Por qué no hay estibadoras en el
puerto? ¿Por qué a pesar de estar muy bien pagado no había
mujeres?».
—Lo
único que pedimos es que nos acepten los currículos, ni siquiera
hacen eso—le decía Esther con la indignación en la mirada. —El
comité de empresa no nos recibe.
—Se
ríen de nosotras. —le explicaba Helena mientras le mostraba toda
la documentación presentada—. Mira, lo hemos llevado al Parlamento
Andaluz, al Defensor del Pueblo, hemos salido en las teles
nacionales. Y la empresa sigue sin aceptarnos los currículos.
—Mañana
se los vamos a hacer llegar por burofax, así no pueden decir que no
los tienen. —Esther sonreía—. Vamos a ir al puerto a
manifestarnos. Allí, delante de sus jetas. No puede estar pasando
esto en 2014.
Triana
se unió a ellas, crearon la asociación de estibadoras de Algeciras.
No
fue fácil, sabían que ningún avance femenino lo es, que las
revoluciones que hacen las mujeres están siempre llenas de piedras,
lágrimas y bofetadas. Recibieron
el rechazo de algunas esposas de los estibadores, de gente de sus
propias familias, recibieron amenazas, fueron calumniadas,
insultadas. Pero no estaban solas.
Se
concentraron en la plaza Alta, con el grito, las pancartas y las
palabras impresas en sus camisetas “El único puerto de España que
no tiene mujeres”. Reivindicaban
la igualdad laboral en las Instituciones Portuarias de Algeciras.
Se
les unieron más mujeres, mujeres que no buscaban trabajar en la
estiba pero consideraban que rechazarlas era discriminatorio. Se les
unieron hombres. Hombres que creían en la igualdad. Un activismo
fortísimo movió los cimientos de la ciudad,
de la
comarca,
del país. Ellas tenían la fuerza de todas, tenían la razón;
estaban perdiendo el miedo y la vergüenza.
En
2018, después de cuatro años de lucha, un día antes del 8 de
marzo, la empresa portuaria les aceptó los currículos. Aunque
pasaría algún tiempo antes de ser estibadoras de hecho, sabían que
habían ganado la primera batalla. Tardaron
un año más en entrar las veinte primeras. Triana fue una de ellas.
Recuerda
que lloraba como una niña abrazada a sus compañeras de lucha. Aquel
día, el puerto se puso las gafas violetas, un techo de cristal se
rompió, el machismo
portuario comenzó a desmoronarse.
Los
graznidos de las gaviotas le advierten que amanece, unos tímidos
rayos de sol aparecen por levante, Triana sabe que su turno está a
punto de acabar. Le relevará un compañero que la espera a pie de
grúa. Cierra los ojos, aspira el aroma del mar y sonríe.
Maribel Sánchez (de Jimena)
Las bordadoras
“Cara al sol con la camisa nueva,
que tú bordaste en rojo ayer...”un himno obligado para todos
los niños antes de entrar en clase. Tras
sonar el timbre, entonaban
este cántico
frente al
mural del caudillo que presidía el porche.
En el patio, niños y niñas, debían formar una fila delante de cada
columna. Ana y Rita iban a la misma escuela desde pequeñas; un
colegio mixto con dos alas, una para los niños y otra para las
niñas.
En
las clases de plástica, a ellas las ponían a bordar; a ellos, sin
embargo, les enseñaban marquetería.
La señorita Maruja, aunque les
enseñaba el comportamiento de una mujer ideal, las
buenas costumbres y
los valores
que el régimen consideraba ejemplares,
tras
las clases, citaba
en su casa a algunas chicas de
su confianza.
— Hoy,
os voy a leer un poco sobre la biografía de Clara Campoamor. —
Alcanzó un ejemplar de la estantería y lo enseñó orgullosa—. Ya
sabéis que estos libros
están
prohibidos,
sólo quiero que sepáis que son
historias
reales
de grandes heroínas.
—Señorita
Maruja, y esta mujer, ¿quién fue? —preguntó curiosa Rita.
—Todas
ellas fueron
mujeres libres,
audaces
y
rompedoras, pero
Clara,
—bajó
la voz y
explicaba casi
en susurros—,
fue la primera mujer diputada en España durante la segunda república
y fundó
la Unión Republicana femenina.
— Y
nosotras algún día ¿seremos como esas heroínas?
—¡Claro
que sí! Nunca debéis de perder la esperanza. Ha habido muchas que
han luchado por los derechos de las mujeres a lo largo de la
historia.
— ¿
Y podremos votar? —preguntó
otra niña bastante interesada.
—
¡Por
supuesto! Ya la mujer votaba antes del golpe de estado de Franco,
pero estos
son
libros
secretos,
que yo guardo para vosotras como
tesoros.
Ana
y Rita acabaron el colegio en los años sesenta. Afloraban las ideas
progresistas tras la regresión de la dictadura. Pero a ellas le
tenían ya su futuro programado. A Ana, siempre obediente a las
costumbres inculcadas, la casaron para tener hijos y complacer a su marido. Rita, hizo lo mismo. Sin embargo, nunca se
habían enamorado de ellos; Rita aceptó el matrimonio para poder
vivir más libre, sin el control excesivo de sus padres. Su marido,
Fermín, decían que era un buen hombre, trabajador, y guapo, pero
Fermín bebía mucho y enseguida comenzaba alguna discusión, la
ridiculizaba.
—¿Eres
feliz? — preguntó su amiga Rita en un tono melancólico.
—¡Claro
que sí!, tengo todo lo que una mujer puede desear: casa, hijos,
dinero y marido.
—Ya
pero ¿tú lo quieres?
—¿Cómo
me preguntas eso? ¡Me casé con él! —contestó Ana con el ceño
fruncido.
—Yo
también me casé con el mío, pero no lo quiero y no sé lo que
hacer; ya no lo aguanto. No puedo soportar su olor a alcohol, ni sus
ronquidos, y además se ha vuelto muy bruto en la intimidad —Rita
tapó su boca con una mano como si temiese hablar demasiado.
—¡Cuánto
lo siento! Pero bueno al menos no estás sola como Julia, que él se
fue con otra, se quedó sin un duro, y con cuatro hijos que
alimentar; al final se tuvo que ir la pobre de sirvienta con los
señoritos.
— Pues
prefiero servirle a los señoritos antes que a él porque los señores
te pagan al menos.
Para
Ana, esa
conversación sembró la
duda en su cabeza, fue
como una chispa de rebeldía
que comenzó a
encenderse,
y le
sirvió para abrir los ojos. Se dio cuenta que tenía un
marido que lo único que quería era una criada en la casa y un
pedazo de carne con el que desfogarse por las noches. No era
cariñoso; sus celos iban en aumento, coqueteaba con otras mujeres y
las discusiones eran diarias. A veces los niños, al escuchar las
voces y los golpes en la mesa, se escondían aterrados bajo la cama.
Pasaban
los días y Ana no paraba de darle vueltas a la cabeza. En una de
sus conversaciones recordaron la escuela cuando bordaban juntas en
clase.
—¡Quien
me iba a decir a mi! ¡Tantas novelas de Corín Tellado como hemos
leído! ¡Tantos sueños sobre el matrimonio que imaginamos! —Suspiró
Rita resignada.
—Sí
y fueron felices y comieron perdices, pero yo aún no he sentido en
mi estómago esas mariposas que dicen, ni siquiera en las noches que
ha sido dulce conmigo —Se quejó Ana.
—Te
voy a contar algo pero no puedes decírselo a nadie —susurró con
misterio Rita. Ana dejó de coser y la escucho atenta—¿Me lo
juras?
—Te
lo juro por mis niños. —Le siguió un silencio expectante.
—El otro día mi marido, en un
arranque de los suyos, me empujó delante de mis hijos, y al verme en
el suelo, me dio patadas en el estómago, luego me dijo que me fuera
que no me quería volver a ver. Como pude me levanté, me enderecé y
limpié la sangre del labio, y luego me fui a casa de mis padres con
mis niños. ¿¡Y sabes que me dijo mi padre!? Que me volviera para
mi casa que algo habría hecho yo, que un hombre tan bueno no me iba
a pegar por nada.
—¿Y
tu madre? —preguntó Ana con los ojos desorbitados.
—Mi
madre me apartó a solas, me dijo que al hombre le debemos
obediencia, que debe creer que él es el más listo, el que lleva la
razón y creerse que es el mejor, y que una mujer lista sabe sacarle
partido porque al hombre es muy fácil tenerlo contento.
— ¡Dios
mío! ¿ Y qué hiciste?
—Le
hice caso a mi madre, le pedí perdón, le dije que era el mejor
hombre que una mujer podía tener y él me perdonó a regañadientes
y me dejó quedarme.
— ¿Y
piensas seguir así?
—No,
tengo un plan. Si tu quieres, puedes venirte conmigo y con tus dos
hijos. Tengo un dinero ahorrado; hace tiempo que cojo del cajón del
bar y ya tengo para alquilar una casa y poner un negocio. Las dos
bordamos muy bien, tenemos máquinas de coser y podemos ganarnos la
vida en otro pueblo. Los niños pueden estar con nosotras porque
trabajaremos en casa, o también podemos montar un taller para hacer
arreglos, vender tejidos, cosas de mercería y hacer ropa de mujer...
—¡Sí, claro! Ya puestas a soñar… también podíamos montar unos
almacenes y hacerle la competencia a Galerías Preciados —bromeó
Ana
—¡Hablo
en serio!
—¿Tanto
dinero tienes para eso?
—Llevo
toda la vida en el bar, ya hace mucho que cada día cojo mi parte, la
mitad de lo que se hace. Al fin he comprendido a mi madre; es fácil
engañar a un hombre que se cree tan listo. Ana no sabía si lo que
movía a su amiga era valor, inconsciencia o miedo, pero empezó a
planteárselo. Ella también tenía ahorros escondidos y eran mujeres
capaces, valientes y decididas.
Después
de organizar hasta el más mínimo detalle, sin decirles nada a
nadie, fueron a otra ciudad e intentaron alquilar una casa que tenía
un local debajo, pero en aquellos años la mujer no podía tener una
cuenta bancaria, ni comprar o vender, ni siquiera tener un pasaporte
sin el permiso del cabeza de familia. Tuvieron que mentir
para poder convivir dos mujeres solas sin ningún familiar
masculino que la autorizase a montar un negocio.
—Yo lo siento mucho, pero no puedo
alquilar el local y la casa sin la firma ni el aval de un hombre.
— Y, ¿cómo lo hacemos si somos dos
primas viudas y con niños pequeños?
—Bueno, yo necesito alquilarlo todo
entero, tengo una idea. Voy a hablar con un amigo mío y ya os aviso
con los documentos para firmarlos.
—¿Qué clases de documentos? No
tenemos dinero para abogados.
—No, yo sólo había pensado en un
socio que pusiera un poco de dinero y constara como avalista para el
alquiler, montar el negocio, para las cuentas del banco y esas cosas.
El dueño de la casa localizó a un
prestamista que avalaba compras y alquileres ilícitos. Con él
hicieron un contrato en el que este señor contribuía con un tercio
del total. De esta forma constaba un hombre como socio en el negocio,
además necesitaban ese dinero para empezar, comprar género, pagar
el alquiler...
Cuando
firmaron
los documentos y
recibieron el dinero,
se llevaron sus pertenencias. Ana dejó escrita una
carta a su marido sin decir su nueva dirección y se fue sin
despedirse. Rita, sin embargo, esperó a su esposo tras los vidrios
empañados. Se sentía muy nerviosa, no sabía como llegaría de
irritable. Al escuchar la puerta se apresuró con la maleta. El taxi
ya la esperaba con Ana y los niños dentro.
— Me
voy del pueblo, ya no puedo vivir más tiempo contigo.
—¡No
me digas! —Rio con sarcasmo.—¡No vayas a volver como la última
vez!
— Tranquilo,
que ya no vuelvo. Sólo quería que lo supieras.
—No
me dejes al mocoso aquí, ese te lo llevas —gritó con los ojos
brillantes de rabia.
—No
te preocupes que se viene conmigo —dijo con una calma inexplicable.
Salió
con la cabeza alta, el anhelo se reflejaba en la
mirada. Sujetó una
maleta donde había depositado ilusiones y una nueva vida. Lo
dejó tras de sí, con el
bar y sus
borracheras, con sus
empujones y amenazas, con sus
bofetadas visibles e invisibles…
Ya
en la nueva ciudad, las dos mujeres, inmunes al desaliento, limpiaron
y acomodaron su nuevo hogar, luego se recorrieron la ciudad con unas
octavillas donde se ofrecían como bordadoras. Era costumbre marcar
los pañuelos, labrar las iniciales, los bolsillos y cuellos de las
camisas de hombre, el ajuar de las novias...Ganaban suficiente dinero
y poco a poco le pagaron al prestamista.
Todo
se torció cuando el director del colegio llamó a Ana para hablarle
sobre su hijo. Ella pensó que era algo grave y se fue con rapidez.
Tocó en el despacho nerviosa.
—Pase.
Espero que las dudas se aclaren y terminemos con este mal entendido.
—Pues,
usted dirá. ¿Es que ha hecho algo mi niño?
— No,
tan solo está confundido creo yo. Verá usted, es algo embarazoso
para mí. —titubeó. —Es que al hacer un ejercicio en clase sobre
las profesiones de los padres, él ha contestado que no sabe a qué
se dedica su padre, que no lo conoce.
—Verá
usted el niño... —interrumpió Ana
—¡Déjeme
acabar! —prosiguió enérgico— Al preguntarle que si tiene padre,
el dijo que tiene un padre y dos madres.
—¡Claro!
Porque como el hijo de mi compañera le dicen a ella mamá, pues los
míos también, al padre no lo ve porque estamos
separados.
— Pero
al decir compañera, ¿Qué quiere decir?, porque si es que son
libertinas, usted me entiende, eso es una aberración y un mal
ejemplo para los niños.
Ana,
muy alterada, convenció como pudo al director, le explicó que se
ganaban la vida con la costura. Cada una tenía sus hijos, pero salía
más rentable vivir en la misma casa ya que eran socias en el
negocio. Poco a poco las habladurías en el pueblo se extendieron y
los clientes masculinos dejaron de ir.
Pasaron
una mala racha económica y fueron víctimas de toda clase de
calumnias.
—Tenemos que buscar un trabajo que
no dependa de esta gente. No tenemos para comer —dijo Rita con
tristeza.
—Podemos ir al prestamista otra vez.
—¡Calla! interrumpió Rita, ahora
que ya nos hemos librado de él.
—Es que se han disparado las
habladurías desde que me llamó el director; yo digo en la
carnicería que somos primas y viudas, pero es que no se lo creen. No
quiero que a los niños le digan en la escuela cualquier barbaridad.
—No te preocupes, vamos a visitar la
fábrica de camisas bordadas, aquí hay mujeres que trabajan para
ellos en sus casas, les traen las piezas cortadas y se las llevan
acabadas.
Rita
y Ana fueron decididas a la fábrica de
camisas con algunas muestras
de lo que hacían. Entraron por una puerta metálica, dentro
de la gran nave,
se disponían en filas
muchas mujeres que trabajaban en cadena, encima
de cada máquina tenían una luz
y cada
una hacía una parte de la prenda. En
la entrada se desplegaba una gran mesa de patronaje con un carro
extensor de
tejido. Cuando todo estaba preparado y dibujado sobre
la mesa, una mujer con un
guante de hierro en la mano izquierda y un
instrumento con una larga cuchilla,
en la
derecha,
cortaba miles de piezas a la vez. Las
dos mujeres estaban alucinadas, nunca habían visto tal perfección
en el corte.
— Usted perdone ¿Qué cacharro es
ese? —preguntó Ana con curiosidad.
—Es una cortadora vertical.
—¿Y ese guante de malla?
— Es mi seguro de vida, son muchos
los dedos que se han quedado en la mesa de corte, este chisme no
entiende si es carne o tela.—Rio y encendió aquel artilugio
eléctrico que rugió con un ruido ensordecedor.
Hablaron con la gerente y les
enseñaron sus trabajos. La encargada vio apropiado llevarle a su
domicilio dos máquinas industriales. Les llevaban el material cada
semana. Venía toda la tarea contada con el número escrito en cada
paquete y cobraban según la cantidad que entregaban. Se sentían
radiantes. Les encantaba ese trabajo y desde casa podían cuidar de
sus hijos. Algunas piezas venían dibujadas para bordarlas a mano y
ese era un momento que les gustaba porque se llevaban sus bastidores
al patio y bordaban al aire libre.
Comenzaron
a dar clases de bordado para las más jóvenes. Los
fines de semana, hacían reuniones clandestinas. El taller se
convirtió en una especie de escuela para chicas que tenían
aspiraciones y querían aprender la historia que no se estudiaba en
los colegios. Las mismas historias que la señorita Maruja les enseñó
a hurtadillas.
Ellas
hablaban sobre mujeres invisibles, a la sombra del varón, les
contaban historias de mujeres libres, anarquistas que sentaron la
base del feminismo moderno. Las primeras que lucharon por el voto,
el derecho a la educación y a la libertad sexual. En
una de las charlas les hablaron de las “sinsombreros” que
tuvieron la valentía de quitarse el tocado
y el corsé y
fueron apedreadas por ello.
Entre los bastidores, bordados y
charlas,
ellas
les hablaban de Emilia Pardo
Bazán, la primera catedrática de nuestro país,
de María Zambrano y
otras muchas.
— ¿Sabéis que
Concepción Arenal, tuvo que
vestirse de hombre para asistir
a las clases
de derecho? — expuso Ana para
llamar la atención de las chicas.
—Pues
a mi hoy me
gustaría hablar de Clara Campoamor —intervino
Rita —
abogada,
escritora, política y defensora de los derechos femeninos
españoles.
El hecho de que
las mujeres pudieran
votar
en España antes
de Franco,
fue
gracias a ella,
también luchó por el divorcio y por la derogación del artículo
que permitía al marido matar a su esposa en casos de adulterio.
—¿Matarla
así por las buenas? —preguntó estupefacta una de las chicas.
—Yo quiero ser periodista y
corresponsal de guerra como Carmen de Burgos.
—¿Por
qué no hacemos una protesta para luchar por el divorcio? —dijo
otra mujer.
—¿
Y qué te dirá tu marido si se entera?—preguntó Rita.
—Eso
es lo que él quiere divorciarse de mí y yo de él —Rieron todas.
Aquellas
reuniones dio lugar a la asociación de mujeres “ Las bordadoras”.
Todas eran mujeres fuertes, rebeldes y reivindicativas que más tarde
se rebelarían contra el sistema.
Al
poco tiempo en la constitución de 1978, se especificaba la no
discriminación por razones de raza, sexo o religión. Luego se
aprobó la ley del divorcio en 1981, pero los fantasmas de la
represión franquista andarían durante muchos años escondidos en
las alcobas, en los colegios, y en la política.
Tanto
Ana como Rita cada vez se sentían más a gusto juntas; la admiración
era mutua. Sus miradas, cada vez más cómplices, sus abrazos cada
vez más largos, y sus besos cada vez más cerca de la comisura...
hizo que, sin mediar palabra, cambiaran sus colchones individuales
por una cama de matrimonio.
Si
el día se presentaba templado, bordaban a mano en el patio y se
atrevían a regalarse alguna caricia furtiva. Se miraban sonrientes,
ahora las dos bordaban camisas nuevas cara al sol, pero libres y
felices.
Mientras llegaba la libertad sexual, ellas, juntaron trozos
de recuerdos y de momentos
íntimos,
y con ellos, construyeron un refugio para albergar su
secreto.
Mar Navarro (de Estepona)
Un sueño cumplido
Emilia desde su cama contaba sus vivencias a su hija. Admiraba su valentía y lucha por
haber sobrevivido a tantas penurias.
Nació en un pueblo de Granada, en la casa de sus padres, hace
ochenta años. La asistió una matrona con la ayuda de varias
mujeres. Fue una noche lluviosa del mes de mayo,
el brillo de la farola se reflejaba en los cristales del balcón. Su
madre, tras el alumbramiento, después de diez horas de parto, quedó
afectada por una profunda depresión que nunca superó. Rechazaba a
Emilia, no la miraba, no le daba el pecho, no la cogía en brazos. Las vecinas ayudaban a la mujer para que la cría no estuviera desatendida.
Un año después. Su padre falleció en un accidente de tractor,
mientras labraba el campo. Los frenos se rompieron, perdió el
control y se despeñó por un terraplén. Apenas habían pasado dos meses de la terrible desgracia, cuando su madre murió a consecuencia de una neumonía. Desamparada, tras su muerte, el hermano mayor de su madre, se hizo cargo de ella.
José, su tío, era un hombre corpulento, calvo y de rasgos duros, su
piel estaba curtida por el sol del campo, viudo y sin
hijos. No le gustaban los niños pero no tuvo más remedio que acogerla, un nuez se lo impuso. Nadie le dijo cómo tenía que educar a una niña y con ella en casa, sus problemas económicos se acentuaron. Le pegaba con la zapatilla, otras veces con la correa en
los muslos, solo por no responder a su llamada, o si no
hacía algo como él quería. Emilia cuidaba de los animales, cerdos,
gallinas, caballos, allí siempre olía mal, su pelo enmarañado y
largo se impregnaba de un olor desagradable y penetrante y apenas tenían agua para ducharse.
—Date prisa, niña. Recoge las habitaciones y friega la cocina, —le mandaba en voz
alta, a la vez que la zarandeaba del brazo—. ¡Si no te quedarás sin cena una noche más!
A escondidas, Emilia cogía chocolate de la alacena, aquel manjar le sabía a comida de dioses.
Realizaba trabajos que a su edad no correspondía. La llevaba al
campo a recoger naranjas. No llegaba a las ramas y la obligaba a
subirse en una escalera con una pequeña cesta. Lavaba la ropa en el
río, sus manitas no frotaban lo suficiente sobre la tabla, y le
salían rozaduras en ellas. Fregaba la vajilla subida a una silla e
iba a la fuente a por agua. Era una niña de siete años, que lo
único que quería era jugar con su muñeca de trapo, que ella misma
se hizo con retales de tela.
Cuando se iba a dormir, rondaban preguntas por su cabeza «¿Por qué
me trata así, soy buena y obediente? ¿Quiero tener a mi mamá
conmigo?»
—¡Eres una inútil! No haces bien las tareas, pierdes el tiempo
jugando con esa andrajosa y sucia muñeca. No quiero verte más, tú
madre tenía que haberte cuidado, tú eres la culpable de todo lo que
le ocurrió. —Sus ojos desprendían una fulminante rabia.
Cada día la despreciaba más. La presencia de Emilia le recordaba a su hermana. A los nueve años, su tío decidió llevarla al orfanato.
Llegó al hospicio con una pequeña maleta y su muñeca debajo del brazo. No
se separaba de ella. El miedo se reflejaba en sus pies, no paraba de
moverse, su inquietud a lo desconocido le producía espasmos y se hizo pipí la primera noche.
—Te dejo en este centro, aquí te enseñarán modales y te
cuidarán—. Yo no te quiero, niña. Ya es hora de que te marches de
mi vida.
El ambiente allí era estricto, había que acatar las normas de
convivencia, cumplir los horarios de comida, aseo y descanso. Debían
aprender las labores del hogar como niñas que eran, coser, bordar, planchar. Emilia era observadora, se fijaba en todas y cada
una de las profesoras y guardaba en su retina, cómo debía actuar.
Nunca se metió en problemas y ayudaba a las nuevas niñas, que como ella, llegaban desorientadas.
—No gritéis, hablad bajito y obedecer lo que os digan. Si seguimos
juntas, todo irá bien. Yo os protegeré, estaré a vuestro lado.
Emilia aprendió a pintar y a tocar el piano. Se hizo amiga de una
maestra que daba clases de música y los fines de semana se la
llevaba a su casa para practicar, con permiso del director. En esos
momentos se impregnaba de felicidad. Su rostro se iluminaba de
sonrisas y sus ojos se iluminaban. Se olvidaba de aquel
triste lugar y disfrutaba de la compañía de esa familia. La
colmaban de dulces, chucherías y caricias que tanto anhelaba.
Las noches eran angustiosas. El corazón se le disparaba, lloraba en
silencio para que no la oyeran sus compañeras, recordaba lo mal que
había vivido con su tío. Y se prometía a sí misma que sería
fuerte y emprendería una nueva vida en cuanto saliera
de allí.
Con dieciocho años, abandonó el orfelinato. Buscó trabajo y solo
encontró de camarera. Trataba con toda clase de hombres, el alcohol
los volvía agresivos e impertinentes cuando abusaban de la bebida.
—Oye, chica, ponme otra copa, ahora un whisky sólo, —le decía un hombre gordo y baboso.
—Mueve tu culito, nena. —Entre risotadas y mirándola de arriba
abajo con los ojos desorbitados. —Desabróchate el botón de la
camisa, así veremos más carne ja, ja, ja.
Se sentía vacía y sucia. Trabajaba para
pagar su pequeño apartamento. Por las mañanas asistía a clases de
administrativo. Y por las tardes limpiaba oficinas. Pero no pudo
terminar los estudios, porque su vida se truncó cuando se enamoró
con veinte años de un hombre quince años mayor que ella.
—Te prometo, mi princesa, que siempre estaré a tu lado.
—La miraba con dulzura a los ojos a la vez que le colocaba una pulsera.
—¡Eres tan bonita! Nunca te faltara nada a mi lado.
—¿Me lo juras?, ¿estaremos juntos toda la vida? —le preguntaba Emilia, en su inocencia, besándolo en las mejillas.
A los pocos meses se quedó embarazada, la alegría de ser madre la
envolvió de júbilo, una euforia que nunca había sentido. Su risa permanecía en su rostro. Pero, duró poco, él la
abandonó al conocer su estado.
—No me haré cargo de ese niño, seguro que no es mío.
Con la mano alzada, amenazante, le replicó que no quería ataduras, que era
un hombre de espíritu libre.
Emilia lloraba desconsolada.
Estuvo varios días en cama sin querer ver a nadie, ni salir, ni comer, pero unas pataditas en su abultada barriga le hizo comprender que tenía que seguir
adelante, por ella, para que no le ocurriera lo que ella vivió al fallecer su madre. Comenzó a trabajar de nuevo, dejaba a Clara en la guardería y algunas tardes una vecina cuidaba
de su hija y otras se la llevaba al trabajo. Su fuerza la convirtió
en una mujer responsable e independiente.
Tuvo que reinventarse. Encontró un local para abrir una papelería,
la renovó poco a poco, con mucho esfuerzo y con la ayuda económica
de algunas amigas. Para ello llevaba a cabo más de dos trabajos. De
madrugada limpiaba apartamentos, por la mañana bloques de escaleras,
y por las tardes limpiaba casas. Su hija Clara era lo primero para
ella. Aunque llegaba tarde de sus trabajos, dedicaba tiempo a jugar,
y a leer juntas. Vivían en su pequeño hogar, ambas compartían
cama. Y eran felices.
A su hija le enseñó los valores, la tolerancia y el respeto por los
demás.
—Clara, no dejes de estudiar, para estar bien preparada y que
nadie se aproveche de ti. Que no te pase lo mismo que a mí. Que seas
independiente y puedas desenvolverte sola ante esta vida. Tú vales
mucho. —Le decía su madre con voz pausada como si fuera un mantra.
—No te preocupes mamá, me has enseñado todo lo que es bueno
para mi y se el sacrificio que has hecho desde que nací, y nunca
pierdes tu buen humor. —Te quiero, te quiero. Repetía
acariciándole las manos con delicadeza a su madre.
Sus manos callosas mostraban lo difícil que había sido su vida. Eligió sacrificarse por su hija, cuidarla y educarla, para que de
mayor fuera autosuficiente. Nunca se fue de vacaciones, no salía de
fiesta, ni al cine pero su niña estudió en los mejores colegios de la
ciudad. Y cursó la carrera de enfermera.
Después de más de treinta años, regresó a su pueblo, pasó
desapercibida por delante de José y este no la reconoció. Al
escuchar hablar a una joven que preguntaba por su familia, y fijarse
en su cara, se dio cuenta que se parecía a su sobrina Emilia. Ahora
estaba solo, sentado en una silla de ruedas en la puerta de su casa,
con el pelo blanco y un cuerpo voluminoso. Emilia se volvió y sin
decir una palabra, se sentó a su lado.
—¿Me reconoces? He vuelto para que mi hija conozca mis raíces —le dijo mirando al frente.
—¿Eres tú, Emilia? ¡Cuánto te eché de menos! Pero mi orgullo no me dejaba reconocerlo. Lo siento, los siento mucho. —Con lágrimas en sus pequeños ojos blanquecinos, le cogió la mano—. Fui muy injusto contigo, solo eras una niña, no merecías
el trato que te di —su voz temblaba ahora como la suya cuando de pequeña le rogaba que no le pegara más.
—Tranquilo, hace años que te perdoné, perdonándote a ti, me
liberé del miedo y el rencor y pude avanzar en la vida. Esta es
Clara, mi hija — le dijo con semblante serio...
Emilia se encontraba muy cansada y el deterioro de su cuerpo no le
permitía andar. Sus memorias fueron escritas y publicadas en un
libro por su hija Clara.
“En homenaje a mi madre, una mujer valiente, con coraje, y querida
por su bondad, a pesar de las adversidades vividas. Todas las mujeres
son heroínas de nuestras vidas”.
M.ª José Delgado (de Algeciras)
El coraje de soñar
Noté el vaivén de las olas sobre el casco, como si el mar quisiera
acunarme antes de cumplir un sueño imposible.
—¡Buenos días, Prácticos! Les habla la capitana del Baltic
Swift, les informo que nos encontramos a una milla de Punta Carnero.
—Me comunico por walkie-talkie.
Un torbellino de emociones se agita en mi estómago. Observo cómo
nos acercamos entre dos continentes y, con ciento ochenta y cuatro
metros de eslora, me siento diminuta y
vulnerable en la inmensidad del mar.
Paso los dedos sobre los galones de mi hombro y siento el peso de
todo lo que he dejado atrás. Un nudo me aprieta la garganta que me
impide respirar con normalidad. Me enjugo las lágrimas con disimulo,
antes de que mi tripulación se dé cuenta.
—Baltic Swift, le habla Prácticos. Le indico coordenadas, nos
ponemos en marcha y organizamos los remolcadores.
—Baltic Swift,
recibido. —respondo
a través
del radioteléfono
portátil.
A medida que nos adentramos, veo cómo se acerca la embarcación de
practicaje. Mientras espero al capitán que me asesorará para la
entrada al puerto, contemplo cada detalle de la bahía. Entre la
bruma, percibo a lo lejos la playa de Getares donde paso los veranos
de mi infancia.
Recuerdo aquel día en que, con la voz inocente de niña, le dije a
mi padre:
—Pááápa, de
mayor quiero conducir un barco de esos.
Él se rio, me despeinó con ternura y sentenció:
—Tú ere gitana, tú te tiene que
buscá un hombre güeno, casarte y
traé mushos
niños.
El oleaje de poniente me recibe junto a una manada de delfines que
saltan alrededor de la proa. Me dan la bienvenida a casa.
—Buenos días —saludo al práctico que acaba de entrar al puente
de mando.
Intercambiamos información sobre calado, carga y demás
características del buque y viaje, para que pueda indicarme las
maniobras hasta el fondeadero designado en la bahía. Cuando el
Baltic Swift fondea, me despido de él con un apretón de manos.
Me siento afortunada por haber tenido unos padres que me matricularan
en el colegio, aunque muchos de
mis primos
no tuvieron
esa oportunidad.
Mis faltas eran
constantes porque tenía que ayudar en el puesto del
mercadillo y cuidar a mis hermanos menores. Pero yo estudiaba cuando
todos dormían. No quería quedarme atrás.
—Please,
coordinate with the agent the provisioning, waste collection and
bunkering!
—ordeno al primer oficial con un acento inglés impecable.
Soraya, mi profesora,
citaba a mis
padres para ver mis
progresos, pero ellos
no solían asistir. Les bastaba con que supiera leer y
escribir. Mi madre insistía en prepararme para ser una esposa de la
que pudieran sentirse orgullosos cuando llegara la pedida. Yo
limpiaba la casa, planchaba la ropa y cocinaba, mientras mis hermanos
varones jugaban en la calle. Soraya se convirtió en mi inspiración
y confidente. Ella también era gitana y tuvo que luchar contra sus
tradiciones para ser profesora. A
pesar de
todo, conseguí
graduarme de
primaria y
quise seguir
estudiando.
—Máááma,
por favor,
quiero ir
al colegio
—suplicaba entre
lágrimas.
—Albita, que me vá a
buscá una ruina,
me vá a eshá
a peleá con
tu padre. —Y me pasaba la palangana con la ropa para que la
tendiera.
Le prometí que la ayudaría en casa como hasta ahora y conseguí que
me matriculara en secundaria. Alternaba mis estudios con la venta
ambulante. Pero lo peor fue enfrentarme a ellos cuando terminé el
bachillerato con cuatro menciones honorificas, quise irme a Cádiz
con una beca para estudiar náutica y transporte marítimo.
—¡En el momento que zalgas por
esa puerta, deja de sé
gitana! —me advirtió mi padre.
—La gente es mú mala
y nos va a señalar con el deo,
hija. ¿Y si
vienen a pedirte? ¿Qué
digo? —Esa era la única
preocupación de
mi madre.
Pese a todo, me fui. Era
mayor de
edad y solo mi
cultura y mi familia podían detenerme. A veces, me asaltaba la
tristeza, pero nunca me
arrepentí.
—No dejes
de llamarme,
por favó
te lo
pido, mucho
cuidaito con
lo que
haces.
— Me despidió mi madre en la estación de autobús. Mi
padre y mis hermanos ni siquiera se levantaron del sofá a decirme
adiós.
Ilustración realizada por la misma alumna
Ahora, con una taza de café en la mano, en medio del atardecer
anaranjado y la brisa salada que me golpea el rostro, observo el
incesante movimiento del puerto. Las grúas maniobran con los
contenedores, los camiones circulan sobre el puente, mientras las
gabarras se deslizan por debajo para abastecernos a los que estamos
fondeados. Los buques de pasaje van y vienen de Ceuta y Tánger, y
las pequeñas embarcaciones de recreo esquivan a los gigantes de
acero.
Miro mi pasado como un sueño, como una película borrosa. Casi dudo
de haberla vivido.
No fue fácil. Me señalaron como gitana cuando buscaba trabajo para
pagar mis estudios. Pero lo conseguí y todo gracias a ti, Soraya,
por estar al otro lado del teléfono cuando te necesitaba. Gracias
por enseñarme que la educación y la cultura pueden ir de la mano.
No juzgo a mis padres ni les reprocho nada. Tal vez se sentirían más
orgullosos si me hubiera casado y tenido hijos. Pero esta es la vida
que he elegido. El mar me ha dado la libertad que necesitaba. Sí,
soy Alba Heredia, la
primera mujer gitana capitana de un petrolero.
José Amellugo (de Tarifa)
Contra
el Gigante
Marta
Urrutia había dedicado su vida al estudio del cambio climático. Era
una científica reconocida, que había pasado los últimos diez años
en la búsqueda de una solución para la crisis que ponía en jaque a
la humanidad. Era muy conocida por su trabajo en el Centro Vasco para
el Cambio Climático, de Bilbao.
En
apenas un mes debía presentar el resultado de sus estudios en la
Asamblea General de la ONU. Después de cientos de experimentos
había encontrado dos posibles soluciones. La primera usaba
geoingeniería solar y la segunda buscaba un biocombustible a base de
Hidrógeno verde. El recurso solar requería extraer materiales de
pueblos remotos a los que habría que desplazar, por otro lado, la
obtención del Hidrógeno era más sostenible, pero los resultados se
verían a muy largo plazo. Si presentaba la segunda opción no podría
cumplir con el Acuerdo de Paris que era conseguir una “neutralidad
climática” para 2050.
Los
dos procedimientos parecían opuestos, y el peso de la decisión
recaía solo en ella. Debía actuar rápido pero también debería
proteger a las comunidades afectadas. Cada día, la incertidumbre la
carcomía un poco más, a veces se olvidaba de desayunar, otras veces
la hora del almuerzo se juntaba con la de la cena. Una
noche, mientras revisaba datos en su laboratorio pensó: «Podría
pedir opinión a mi padre, es de otro tiempo, pero la ética es su
fuerte». El señor Urrutia había fundado en 1988 el Grupo de
Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC).
Cruzó
el puente de Róntegui hacia Baracaldo y le contó los dos
procedimientos que había encontrado su grupo. En la tranquilad del
porche comieron la deliciosa lasaña que recordaba de su niñez.
Aunque aún usaba gasoil tanto para su Jepp como para su calefacción,
confiaba en su padre. Tenía el pelo largo recogido en una cola y
ostentaba un abdomen prominente desde que dejó el tabaco. La recibió
con su habitual americana negra.
—Papá,
estoy tan insegura. Son dos posibilidades y ninguna me satisface —le
dijo a la vez que, sentada en el sofá, miraba hacia el techo y se
encogía de hombros.
—Marta,
la ciencia avanza a pasos y no a saltos. Aún tienes tiempo de
asesorarte y encontrar una forma … híbrida, o, a lo mejor la
primera propuesta no es tan mala. —El jubilado la abrazó contra su
pecho mientras le acariciaba la nuca, antes de despedirse su camisa
de lino se enganchó con el emblema añil que siempre su padre
prendía de la solapa.
Al
día siguiente, regresó al laboratorio con renovada energía. Llamó
a expertos de disciplinas que antes no había considerado: biólogos,
sociólogos, economistas, antropólogos e ingenieros agrícolas.
Juntos formaron un equipo multidisciplinario. Fue un proceso largo y
arduo, pero al final lograron diseñar un sistema combinado: uno que
armonizaba geoingeniería con prácticas de sostenibilidad
respetuosas con las comunidades locales en lugar de dañarlas.
A
dos días de presentar la solución mixta al comité global en la sede
de la ONU, de repente, recibió un mensaje anónimo en su correo
electrónico. El asunto decía: "Continua solo con la solución
solar ".
Se
dejó caer en la cama «¿Será posible que nadie sepa guardar un
secreto?, nuestros estudios están encriptados, no entiendo cómo se
filtran los documentos». Intrigada y algo alarmada se levantó y
abrió el mensaje. Dentro había un archivo adjunto con datos que
demostraban que uno de los elementos para obtener el Hidrógeno verde
había sido ya desarrollado por una empresa privada. Según el
informe, en este proceso se liberaban pequeñas cantidades de un gas
tóxico, que podría causar daños irreparables.
La
mente de Marta se llenó de confusión.
«¿Es real el archivo o solo es una táctica para hacerme escoger la
solución menos ética?». Ella sabía que muchos investigadores de
su campo afrontaban desafíos y presiones debido a intereses
económicos en juego.
El
mensaje no tenía remitente, pero incluía instrucciones para
verificar los datos por medio de un laboratorio independiente.
Conforme las horas pasaban, Marta se notaba el estómago revuelto, no
se encontraba cómoda en ningún asiento y pasaba del despacho al
sofá cada diez minutos, el corazón le latía como si se hubiera
tomado dos Red Bull juntos a cada rato. Resolvió enviar los datos a
un laboratorio de confianza para analizarlos. Al mismo tiempo, reunió
a su equipo en secreto para discutir el hallazgo. Lo que descubrieron
fue aún más impactante: la tecnología no había sido diseñada, no
había nada de gases tóxicos, alguien quería que solo presentaran
la opción solar por algún interés.
La
mañana de la presentación, en un despacho que le prestó la ONU, en
el último piso, la investigadora había decidido presentar la
solución mixta. De pronto, llamaron a su puerta y entró un hombre
cincuentón, de pelo blanco, vestido con chaqueta oscura y pantalón
beige.
—¡Hola,
Marta! Soy quien te ha mandado el correo. —Y dibujó un cuadrado
con los dedos en el aire.
—Pero…
¿Quién es usted y qué quiere de mí? —le dijo y negó con la
cabeza, a la vez que daba un golpe en la mesa.
—Trabajo
para una organización internacional que vigila las investigaciones
relacionadas con la manipulación meteorológica. El cambio climático
es también un negocio para muchos. Y tú podrías romper ese ciclo
—le expresó el individuo a la vez que trazaba una equis con los
índices ante sí.
—Pero
no me has ayudado, me hablaste de escoger la solución menos ética
—Ella se llevó las manos a la cabeza.
—Yo
no soy de la parte buena. Quiero que veas este pen
—El hombre depositó sobre la mesa un dispositivo de memoria de
color cian—. Dentro encontrarás pruebas de que te están
observando. Debéis escoger la opción solar, la extracción de los
minerales para las placas es un gran negocio para algunos países
poderosos.
Marta
buscaba el lugar del ordenador donde conectar el USB. Ese momento lo
aprovechó el visitante para salir del despacho como había entrado,
a hurtadillas. «¿Cómo pueden estar enterados de todo? Vaya, ahora
que lo pienso este hombre llevaba en la solapa una insignia parecida
a la de mi padre, quizás más moderna. Si él fuera el chivato, lo
comprendería todo».
—Papá,
estoy en Nueva York, ya no hay vuelta atrás, en dos horas expongo.
—Tranquilízate,
hija. Tienes tanto peso que, lo que digas, no tendrá apenas
discusión.
—No
es eso, me has traicionado, lo has contado todo y me ha visitado uno
de tus expertos, llevaba tu misma insignia; me obligan a escoger una
única solución. Muchos pueblos se verían hundidos en la miseria.
¿Te parece bien esto? Pasaría como en Goma, en el Congo, donde la
extracción del coltán la ha convertido en la zona más peligrosa
del planeta, después de Gaza.
—No
puedo, Martita, estoy metido hasta el cuello. ¿De dónde crees que
llega gran parte del dinero de las investigaciones de tu centro?
…bip, bip, bip… esto se corta, adiós y buena suerte.
Con
el pendrive en la mano, de nuevo, no sabía qué hacer. «¿Y si todo
esto es un montaje? ¿Y si al abrir el contenido del USB pongo mi
vida en peligro?» La curiosidad era demasiado poderosa. Al
conectarlo descubrió un cúmulo de documentos y vídeos que exponían
cómo gobiernos y grandes corporaciones hacía años que manipulaban
datos sobre el cambio climático. No solo para lucrarse, sino que
también saboteaban soluciones reales. Entre los archivos encontró
algo aún más perturbador: fotos y vídeos de ella misma, capturadas
en momentos privados: cuando hacía footing
por las mañanas, al entrar a sus clases de yoga, asomada a su
terraza y ¡en los momentos en que se bañaba en la piscina de su
jardín! Alguien la había espiado durante meses, incluso años.
Se
levantó y fue hacia la ventana del edificio de las Naciones Unidas. «¡Qué
hago? Vaya lío en el que estoy metida, ¿me tengo que tomar esto como una
amenaza?». Sentía un picor por todo el cuerpo que le subió hasta
las sienes. Fijó su mirada en el puente Queensboro sobre el río
Este y observó el entresijo de vigas metálicas, trataba de
concentrarse en algo. El puente adquirió, de pronto, un movimiento
ondulante, la vista se le nubló y tuvo que sentarse en una silla
para no caer al suelo, antes arrancó la cortina de sus anclajes, al
tratar de sostenerse en pie.
Al
poco rato, ya repuesta, en lugar de hundirse, en la desesperanza,
Marta decidió contar todo lo que la hacía sufrir. En el ropero
estaba su ropa para la presentación, un conjunto de falda azul y
blusa de color marfil. Se cambió los zapatos por unas deportivas.
Justo antes de comenzar la conferencia que tanto había esperado, ya
en la sala, sintió el peso de la responsabilidad que suponía
representar a su institución, tenía las palmas húmedas, pero en la
tribuna adoptó una postura erguida y una sonrisa cálida que la hizo
conectar con la audiencia. Las pausas estratégicas que escogió, le
dieron la confianza que necesitaba.
Durante
la presentación, en lugar de exponer la solución híbrida como la
definitiva, dijo que faltaban aún unas correcciones para hacerla
viable. A continuación, reveló a la Asamblea toda la verdad sobre
los peligros escondidos en las tecnologías existentes y la
importancia de la transparencia científica. Explicó los tejemanejes
de gobiernos e instituciones para mantener el cambio climático y
lucrarse con él. No tuvo miedo de contar todos los detalles que le
señaló el USB, a pesar de que, entre los asistentes, descubrió al
hombre del pelo blanco que la había amedrentado.
Tras
su exposición el auditorio aplaudió su valentía y entre otras
preguntas que le dirigieron, una, proponía la creación de un
movimiento global que luchara contra la corrupción en materia del
clima. Ella celebró esta oferta y añadió que se podría crear un
organismo neutral cuyo fin fuera dar un enfoque ético y solidario,
por parte de la comunidad científica, a todas y cada una de las
propuestas futuras en materia del cambio climático.
Pablo Martín (de Sevilla)
Cenicienta del revés
Hace mucho tiempo, en un país muy
lejano, vivía una niña llamada Cenicienta. Su madre había muerto
al poco de nacer ella, pero su padre, un hombre bueno y cariñoso, la
había criado con tanto amor que la niña creció sana y feliz en su
casita en medio del bosque, donde corría tras los cervatillos,
jugaba al escondite con los conejos y se subía a los árboles a
perseguir ardillas. Su perro Yak, un gran San Bernardo
marrón y blanco, era el infatigable compañero de todas sus
andanzas.
Cenicienta, a sus 12 años, era ya
más alta que casi todas las niñas y niños del pueblo. Era fácil
distinguirla por su pelo rojizo y alborotado, pero lo que más
llamaba la atención era su escandalosa risa y sus preciosos ojos de
color violeta.
—¡Son los ojos de tu madre! —le
decía su padre. Cenicienta sonreía orgullosa y dejaba entrever sus
paletas, algo más separadas de lo normal.
Pero un día… su padre conoció a
Dorinda, una mujer viuda que a su vez tenía dos hijos: Romualdo y
Rigoberto. Se enamoraron y, al poco tiempo, se casaron.
Dorinda era alta y delgada. Desde
detrás, su fina silueta y su pelo castaño, recogido en un moño, le
daban un aspecto adorable. Pero cuando se volvía desaparecía toda
posibilidad de dulzura. Con sus finos labios siempre apretados y sus
fieros ojos verdes parecía un gato a punto de saltar sobre su presa.
A Cenicienta la vigilaba sin parar
y no le gustaba que jugara con los animales del bosque o que
estuviera todo el día con su fiel perro, al que ya no dejaba entrar
en la casa. Sus
hermanastros, malcriados y caprichosos, no paraban de molestarla.
—¡Cenicienta
es un niño, Cenicienta es un niño! — gritaba Romualdo, flacucho y
pálido, al que no le pegaba esa voz tan chillona.
—¡Cenicienta
es un niño, Cenicienta es un niño! — repetía como su eco
Rigoberto, regordete y bajito, siempre detrás de su hermano.
Cenicienta les
sacaba la lengua y corría al bosque sin que ellos pudieran seguirla
pues se ahogaban a la mínima carrera.
—Tienes muy
mal educada a tu hija, es una salvaje —decía una y otra vez
Dorinda a su marido.
—Déjala
mujer, es una niña sana y le gusta la Naturaleza —respondía su
padre al tiempo que meneaba la cabeza.
La vida
transcurría en un frágil equilibrio en la casa del bosque. Hasta
que un día, el padre de Cenicienta enfermó y pocas semanas después
murió.
Ahora
Cenicienta estaba sola.
Su madrastra
vendió todos los animales de la granja y trataba a Cenicienta como a
una criada.
—¡A partir de
ahora te encargarás de cocinar y de mantener la casa limpia! —le
gritaba— no pretenderás que lo haga yo, una pobre viuda, o tus
hermanos pequeños — decía poniéndose muy digna.
—¡No es
justo! —lloraba Cenicienta.
Pero nada podía hacer, así que poco a poco aceptó su nueva vida. Mientras tanto, llegó el invierno, y en el bosque todo se tiñó de
blanco. Pero por fin,
llegó la primavera.
—¡De parte de su alteza real, se
hace saber! —gritaban los mensajeros de palacio— ¡¡Que tendrá
lugar una gran fiesta en honor del príncipe Iván, a la que están
invitados todos los niños de la comarca!!
El príncipe
regresaba a su Reino tras varios años en el extranjero y corría el
rumor de que era un niño triste y sin amigos.
—¿Habéis oído niños? ¡Vais a
ir a palacio, a jugar con el príncipe! —exclamó Dorinda al
escuchar la noticia.
«Pues vaya
rollo» pensaba Cenicienta
Sin embargo,
quiso el azar que el hijo del rey pasara, en su camino de regreso,
por delante de su casa.
Iván tenía la
misma edad que Cenicienta, era un poco más bajito que ella, tenía
la piel muy blanca, el pelo muy negro y unos grandes ojos azules que
expresaban una inmensa tristeza. A Cenicienta se le encogió el
corazón, enseguida simpatizó con aquel niño. Quiso hablarle, quiso
decirle que el bosque estaba lleno de juegos y de cosas maravillosas.
Pero el carruaje pasó tan rápido que todo le pareció como un
espejismo.
Llegó el gran
día y todos los niños de la comarca se encaminaron a palacio…
todos menos Cenicienta.
—¡Recordad! —gritaba Dorinda—:
Tenéis que hacer todo lo que el príncipe diga, reíros de sus
cuentos y jugar a lo que él quiera. ¿Entendido? —Y miraba con sus
ojos muy abiertos primero a Romualdo luego a Rigoberto.
—Sí mamá —respondía Romualdo.
—Sí mamá —le seguía siempre
Rigoberto.
—¿Y yo no puedo ir? —preguntó
Cenicienta con voz suplicante.
— ¿Tú a Palacio? ¡Ni lo sueñes!
Te quedarás en casa a limpiar. —le gritó su madrastra.
Y Dorinda y sus hijos partieron en
su carro y dejaron atrás a Cenicienta.
Al ver alejarse el carro, Yak se
acercó, le dio un cariñoso empujón a su dueña y se sentó a su
lado. Ambos se miraron con resignación.
Y de pronto surgió del bosque una
nube blanca que envolvió a la niña y a su perro. Yak empezó a
ladrar nervioso y Cenicienta miraba a su alrededor asustada «¿qué
está pasando?»
—Hola —sonó una voz desde
dentro de la nube.
Cenicienta forzó su vista y al
disiparse la nube vio a un hombrecillo de nariz larga, orejas
puntiagudas y cara de niño.
—¿Quién eres? —preguntó la
niña.
—¡Soy tu Hado Madrino! —dijo el
hombrecillo, al tiempo que hacia una reverencia.
—¡Ja,Ja,Ja! —reía Cenicienta.
—¡no existen los hados, existen las hadas! —Le contestó.
El Hado se irguió, se puso muy
serio y cruzó los brazos
—¿Acaso los chicos no podemos ser
hadas, solo las chicas?
—Perdona no quería decir eso —se
disculpó Cenicienta. A ella tampoco le gustaba que le dijeran qué
cosas podía hacer una chica y qué cosas no.
—Eso está mejor —dijo el hado
al tiempo que sonreía y flotaba en su nube.
—¿Y qué te trae por aquí? ¡oh
mi hado! —preguntó Cenicienta con guasa mientras miraba a su
perro.
—wuauf, wuauf —Yak parecía
preguntar también.
El hado hizo una larga pausa, se
llevó la mano derecha a la barbilla y miró a perro y niña, a niña
y perro. Yak y Cenicienta también se miraron
y Cenicienta se encogió de hombros divertida.
—Está bien —sonrió el hado —si
nada queréis de mi… me marcharé.
—¡No, por favor! —imploró la
niña— no quería ser maleducada. Me gustaría ir a la fiesta de
palacio y conocer a ese príncipe triste —pidió Cenicienta sin
ninguna esperanza de que eso pudiera realizarse.
—¡¡Sea!! –dijo el hado.
Para que Cenicienta pudiera ir a
palacio el hado la convirtió en un niño pelirrojo un poco más alto
que la propia Cenicienta y lo vistió con elegantes ropas. Además,
transformó a Yak en un precioso caballo negro.
—Pero recuerda —le advirtió el
hado— Hay un límite para esta magia: Tendrás que estar de vuelta
en casa antes de la puesta de sol porque justo entonces todo volverá
a ser como antes… no lo olvides —fueron sus últimas palabras
mientras se desvanecía en la misma nube en la que apareció.
En los jardines de palacio había
niños de todas las partes del reino y por supuesto también estaban
Romualdo y Rigoberto, bajo la atenta mirada de Dorinda.
Todos querían jugar con el
príncipe, pero Iván se aburría soberanamente.
Cenicienta observaba la situación
desde su caballo y de nuevo sintió una gran pena, pues veía todavía
una enorme tristeza en los ojos del príncipe. Así que tomó una
rápida decisión.
—¡¡Vamos Yak!! —gritó, al
tiempo que espoleaba a su caballo.
Se dirigió al galope hacia donde
estaba Iván y cuando llegaron a su altura se inclinó sobre su
silla, lo agarró por un brazo y lo alzó hasta su grupa.
Para cuando todos se quisieron dar
cuenta, Cenicienta, Yak y el príncipe desaparecían tras los setos
del jardín y se adentraban en el bosque ante la atónita mirada de
niños, padres, el rey… y Dorinda.
Yak casi volaba entre los árboles
de ese bosque que él conocía tan bien. Cenicienta se agarraba con
todas sus fuerzas a su crin y lo mismo hacía Iván a la cintura de
aquel desconocido. El príncipe no sabía bien qué pasaba, pero
estaba feliz de haber escapado de aquella horrible fiesta.
Poco a poco Yak aminoró la marcha y
se detuvo. Cenicienta saltó del caballo y desde abajo tendió sus
brazos a Iván para ayudarle a bajar. Los dos niños quedaron frente
a frente en silencio. Cenicienta temía una reacción airada por
parte del príncipe, pero este, en cambio, empezó a partirse de
risa.
—Te fijaste en la cara que
pusieron todos? —Reía Iván.
—Siii —Cenicienta reía también.
—¿Quién eres, como te llamas?
—preguntó Iván a bocajarro.
Cenicienta tragó saliva y miró a
Yak con ojos suplicantes
—Eeh… pues… —vaciló—
¡Ceniciento!.. eso es, Ceniciento me llamo —dijo al fin.
—Encantado —dijo Iván tendiendo
la mano a su nuevo amigo.
—¡Ven, vamos a jugar! Se apresuró
a decir Cenicienta.
Los dos niños subieron a los
árboles tras las ardillas, corrieron tras los conejos y saltaron de
piedra en piedra entre charcos y riachuelos. Iván nunca se había divertido
tanto. Después de más de dos horas de
correr y saltar los dos niños se sentaron extenuados al pie de un
gran árbol. Los dos reían.
—¿Una carrera? —retó Iván
—¡Hasta el claro del bosque!
—Contestó Cenicienta
Sin esperar respuesta Iván salió
disparado y Cenicienta detrás.
—¡¡He ganadoooo, he ganado!!
—reía Iván.
—¡Sí, pero te has dejado atrás
un zapato! —Cenicienta casi no podía hablar de la risa.
—Ja, ja, ja
—Ja, ja, ja
—Espérame aquí que te lo voy a
buscar —dijo Cenicienta. Y salió a buscar el zapato de su amigo.
Cuando Cenicienta volvió escuchó
voces y gritos que provenían del claro del bosque donde esperaba
Iván. Los soldados del Rey lo habían encontrado.
«¿Que
puedo hacer? Pronto se pondrá el sol y el encantamiento desaparecerá».
Cenicienta no podía descubrirse,
debía regresar.
Así que volvió a su casa del
bosque, escondió el zapato de Iván y esperó el regreso de su
madrastra y sus hermanastros.
A la mañana siguiente los
mensajeros de Palacio volvieron a recorrer pueblos y aldeas.
—¡¡Se hace saber: que aquel
niño que encuentre el zapato perdido por el príncipe será
grandemente recompensado!! —gritaban por toda la comarca.
Los soldados del rey buscaban casa
por casa el zapato perdido, pero cuando Cenicienta fue a sacarlo de
su escondite Dorinda la descubrió.
—¡Desgraciada! ¿Qué haces tú
con ese zapato? —le gritó, al tiempo que la fulminaba con sus ojos
de gata furiosa— ¡Damelo! —y se lo arrancó de las manos.
—¡¡Nooo por favor!! —suplicó
Cenicienta.
—¡¡Abran en nombre del Rey!!
—se escuchó tras la puerta de la casa.
Dorinda, recompuso su gesto y miró
rápidamente a su alrededor. Cogió bruscamente de la mano a su hijo
Romualdo y con el zapato en la otra mano se dirigió a abrir la
puerta.
—¡Buenas tardes, señores! —dijo
Dorinda al tiempo que mostraba su mejor sonrisa y se inclinaba ante
el capitán de la guardia.
—Buenas tardes, señora, venimos
a buscar…
—¡¡Esto!! —le interrumpió
Dorinda y mostró triunfante el zapato del príncipe— y este es el
niño que buscan —añadió empujando a Romualdo hacia delante.
Iván, que iba
en la comitiva disfrazado de soldado, saltó del caballo al ver su
zapato. Pero cuando llegó a la altura de Romualdo no reconoció en
él a su amigo Ceniciento.
—¡¡Tú no eres Ceniciento!! ¿A
quién le has robado este zapato? —le gritó el príncipe al
aterrorizado Romualdo, que no acababa de entender lo que pasaba.
—¡Fíjate bien niño!... ¿seguro
que este no es tu amigo? —los ojos de Dorinda echaban chispas sobre
el príncipe.
—¡¡Nooo!! —le respondió Iván
mirándola a la cara con sus grandes, y ahora no tan tristes, ojos
azules.
—¡Soy yo! —resonó la voz de
Cenicienta desde el fondo de la casa.
—¡¡Aaaahhhhh!! —gritó su
madrastra cerrando los ojos y los puños con rabia— ¡Voy a acabar
contigo!
Pero Iván ya corría hacia el
interior de la casa. Había reconocido la voz de su amigo. Sin
embargo, cuando ambos salieron a la luz del día…
—¡¡Una niña, eres una niña!!
—repetía Iván.
—¡Sí! ¿Algún problema?
—respondió Cenicienta con cara muy seria.
Se hizo un gran silencio. Nadie se
atrevía a hablar. El príncipe y Cenicienta se miraban sin
parpadear.
Entonces Iván esbozó una gran
sonrisa.
—¡Por supuesto que no!
—respondió— ¿Vamos a jugar?
—¡Vamos! —dijo Cenicienta.
Diego Pérez (de Algeciras)
Los tres cerditos
A
Margot el pecho le taconeaba. Habían pasado cuatro años desde el
último encuentro con Carmen. Aquella octogenaria, guapa y elegante,
era para la abogada como su segunda madre.
—¡Tita! —Margot, en píe,
abrazó a Carmen —¡Estás radiante!
—¡Cariño!
—La anciana atusó su melena —¡Mi dinero me cuesta! —Las
carcajadas sonaron espontaneas.
—¡Cuánto tiempo! —Los ojos de
Margot se anegaron.
La
llamada, dos días antes, alegró y perturbó a la vez a la letrada.
El tono de voz de Carmen le dijo que algo no iba bien.
El
mediodía en la terraza del bar en Jabugo, el pueblo donde Margot
veraneó con sus padres hasta bien entrada la veintena, era de color
celeste. Las ansías por el recuentro eternizó el trayecto en coche
desde Madrid.
—Necesito
tu ayuda —Carmen agachó la mirada—. El banco quiere desahuciar a
mis hijos.
Sus
tres vástagos, vivían en un edificio moderno de tres plantas en el
centro del pueblo. Su padre, fallecido hacía una década, les legó
la propiedad, fruto de su trabajo en un secadero de jamones. Paco, el
que fuera mejor amigo del padre de Margot, logró levantar el negocio
familiar hasta convertirlo en una referencia a nivel nacional.
—La
muerte de mi marido nos sorprendió a todos —Margot asintió con la
cabeza al oír las palabras de Carmen —. Debimos arreglar antes la
herencia. Y no lo hicimos. —Un silencio largo sombreó la escena.
—Y
ahora nos reclaman casi medio millón de euros. —Carmen cerró la
frase uniendo sus manos.
Margot
conocía bien a los tres hijos. Había compartido con ellos veranos
inolvidables llenos de juegos infantiles en la plazoleta y baños en
los riachuelos del pueblo.
Pablo,
el menor, era el más inteligente. Clavadito a su padre. Siempre tuvo
claro lo que quería ser en la vida. Su carácter duro y frio como el
cemento le ayudó a conseguir llegar a ser, con apenas treinta años,
Inspector jefe de la comisaría de Huelva. Margot lo recordaba con
una seguridad atípica para su corta edad.
David
era diferente. Siempre estuvo enamorado de Margot, sentimiento que
ambos disfrazaron de estrecha amistad. El mediano de los hermanos
poseía una dulzura extrema. Su sensibilidad, suave como un madero
recién tallado, le empujó a estudiar bellas artes, muy a pesar de
sus padres.
Martín
era el ojito derecho de su madre. El primogénito pasó su infancia
entre crisis de difteria que lo mantenían largas temporadas postrado
en la cama de su habitación. Esto, y la super protección de sus
padres, debilitó un tanto su carácter y le forjó una personalidad
frágil como una bala de paja. Fue el único que siguió con el
negocio familiar.
—Señorita,
el señor López la espera en su despacho. —La secretaria de
Desokupa Lobo López S.L. le indicó con la mano la puerta.
Margot
conocía bien al tipo que estaba sentado frente a ella con la cabeza
totalmente rasurada y los brazos tatuados. Antonio Lobo López, había
sido durante su infancia enemigo íntimo de ella y de los suyos. Su
regreso en verano del correccional de Campillo sacudía la paz de
todo el pueblo. Su carrera delictiva prosperó al amparo de su tío,
concejal en la capital. Luís Lobo compró, y no en pocas ocasiones,
voluntades para que su sobrino preferido no ingresara en la cárcel.
—Es
la ley cariño. —El tono no gustó nada a la letrada.
—Lo
que tu gente hace no está dentro de la ley —Margot apoyó sus
manos sobre los brazos del sillón —.Y por favor le agradecería
que me tratara de usted.
—Margot
—Lobo suavizó el tono —¿Somos amigos no?
—¡Tú
no tienes amigos! —Margot cerró la puerta de un portazo.
Una
sensación de alivio se apoderó de Margot cuando abandonó la
entidad bancaria. Las palabras del director eran halagüeñas. Un
defecto de forma unido a una documentación notarial que demostraba
el carácter hereditario de la propiedad dejaba en mal lugar la
petición de desahucio. Era cuestión de tiempo que todo se
solucionara favorablemente, pero la abogada sabía que Lobo López no
iba a escribir el final feliz de este cuento.
—¿No
sé cómo te voy a pagar todo lo que has hecho por nosotros? —Carmen
beso varias veces en la mejilla a Margot.
—La
próxima vez que nos veamos me invitas a comer uno de tus pucheros.
—Las dos se fundieron en un abrazo.
La
octogenaria permaneció inmóvil en medio de la plazuela un rato a
pesar de que el coche de Margot ya había desaparecido al final de la
calle rumbo a Madrid.
Las
voces de Martín alteraron el sueño de su hermano. Eran las ocho de
la mañana.
—¿Qué ocurre? — David saltó
de la cama y abrió la puerta.
—Han
entrado en mi casa y me han obligado a firmar una documentación.
—Martín, con la voz entrecortada, aún estaba en pijama. —Y no
tengo donde ir.
Las
pisadas de las botas militares retumbaron en las escaleras. Tres
gorilas perfectamente ataviados de gorilas irrumpieron en el rellano
de la segunda planta. David, algo más decidido que su hermano mayor,
intentó dialogar, pero después de sopesar los pros y los contras
decidió dejar pasar al comando que de inmediato tomó la casa.
Martín, que tenía la llave del ático del pequeño de los hermanos,
cogió del brazo a David y emprendieron la huida hacía el piso
superior. A la hora apareció Pablo, el menor de los hermanos regresó
de Huelva inmediatamente. La llamada de auxilio de sus hermanos hizo
que el estado de animo que traía puesto no invitara a muchos
formalismos.
—¿Qué
hacen aquí esos matones? —Miró a Lobo López con una mirada que
el desokupa descifró al momento. —Recoge a la compañía e id a
bailar a otro parte.
La
compañía hizo el ademán empezar la fiesta, pero un gesto de su
jefe hizo parar lo iniciativa.
Entonces
Pablo se acercó hasta casi juntar su cara con Lobo. —Sabes que
este asunto está solucionado ¿no? —le susurró.
—La
justicia dirá. —El matón acompañó sus palabras con una palmada
que retumbó en todo el edificio.
—Mejor
que no. —Una sonrisa socarrona de dibujó en la cara del menor de
los hermanos. —Ya no manda los amigos de tito Luís y hay varios
jueces que te tienen un especial cariño.
Las
carcajadas de los hermanos acompañaron la retirada de Lobo y sus
secuaces.
Noelia Ramos (de La Línea)
Daniela
no quiere ser princesa
Sonó
la sirena del recreo, todos los niños corrían hacia el patio. Todos
menos Daniela.
La
escuela le gustaba porque aprendía cosas nuevas, pero le costaba
hacer amigos. Daniela era autentica. Le gustaba marcar tendencia,
decoraba su ropa con chapas, llevaba cordones de colores, se ataba un
pañuelo por encima del codo. Le apasionaba trepar y escalar. En su
tiempo libre leía libros, sus favoritos: “Las aventuras de Kiko”.
En el recreo prefería andar descalza por el césped, observar
insectos, imaginar historias al mirar las nubes. Tan sólo a su amigo
fiel, Nando, parecía no importarle esos detalles, quizás él
tampoco era como los demás.
—Tengo
algo que enseñarte…—Nando
se acercó a su oreja, posó su mano para contarle un secreto. —He
encontrado un gatito en el cuarto de contadores. ¡Vamos!
Al
animal parecía agradarle su presencia, sobre todo cuando le dieron
la mitad de sus bocadillos. Tampoco se inmutó cuando Daniela se lo
guardó en la talega antes de volver a clase.
La
maestra estaba a punto de iniciar la lección, Daniela colocó al
gato encima del pupitre. Algunos compañeros quisieron tocarlo, otros
gritaron, el animal se asustó, comenzó a dar saltos por toda el
aula, hasta que de un brinco logró escapar por la ventana. Fue tal
el revuelo que se montó que Daniela acabó en el despacho de
Dirección, como ella pretendía. Era una excusa perfecta para
merecer un castigo y quedarse sin fiesta de cumpleaños. Cumplía
siete años el próximo sábado.
Extrañamente
su madre no le dio la reprimenda que esperaba, no habló en todo el
trayecto de vuelta. Pero cuando entraron en casa, percibió la
decepción en el tono de su voz.
—Si
no estuviera ya todo preparado, cancelaria la fiesta de cumpleaños.
—Mama!
No quiero celebrarlo! —Tiró
la mochila del colegio al suelo y le dio una patada.
—Daniela….—No
pudo terminar la frase.
—¡Dani!
¡Te he dicho que me digas Dani!
—Dani,
pero te lo vas a pasar muy bien y además te van a traer regalos. —Su
voz contenía toda la paciencia del mundo.
—¡No
me gustan los regalos! —Se
golpeó las caderas con los puños justo cuando su padre cruzaba la
puerta.
—¿Qué
le pasa a mi princesa? —dijo
de forma cariñosa
—¡No
quiero ser una princesa! —gritó
muy enfadada y corrió hacia su habitación.
Daniela
estaba enfurecida, tenía ganas de romperlo todo, miró a su
alrededor y vio todos los juguetes que nunca usaba. Pisoteó con
fuerzas las Barbies,
destrozó la casa de muñas, sacó del estuche unas tijeras y partió
en pedazos toda su ropa de color rosa, «¡tengo una idea! ¿Si me
corto el pelo? ¡A lo mejor me regalan otras cosas!».
Cuando
los padres entraron en la habitación, el daño ya estaba hecho,
tenía la mitad de la cabeza a trasquilones. Pero sus padres no le
regañaron:
—Te
queda bien el pelo corto.
—Su
madre se agachó para ayudarle a
recoger el desastre.
—Dani,
¿es por eso que no quieres celebrar tu cumpleaños? ¿No te gustan
los regalos? —preguntó el padre.
Dani
se encogió de hombros, no sabía bien que responder.
Su
madre hizo de peluquera, le dejó un lado del pelo corto rapado y el
otro largo por debajo de la oreja.
Para
su sorpresa, su nuevo corte de pelo fue toda una sensación en el
colegio:
—¡Que
chulo tu pelo! —dijeron casi a la vez Leo y Hugo, cuando la vieron
entrar en clase.
—¡Me
gusta tu estilo! —alabó con un guiño Carlos el profesor de
música, al pasar por su lado
—¿Dónde
te has hecho ese pelado? Es muy original. —Amara se sentó al lado
de Dani.
Era
la primera vez que le hablaba, tan sólo en alguna ocasión se
dirigía a ella para burlarse. Pronto
llego el sábado. Toda
su familia apareció para la fiesta y su amigo Nando. La tarde pasó
muy amena, ya que sus padres habían preparado una yincana en el
patio.
Dani
quedó fascinada al abrir todos los regalos, entre ellos había
recibido un juego de experimentos, un maletín de exploradora con una
lupa y brújula. El más preciado de todos en un sobre, con la
inscripción como nuevo miembro del club de scouts, y una tarjeta:
“Siempre
puedes contar con nosotros. Te queremos Dani. Mamá y Papá.”