Relatos de terror, para el Día de los difuntos, creado por alumnos y alumnas de los talleres online.
Por Claudia Strauss:
La casa en el bosque
¡Por fin viernes! Quería llegar cuanto antes a mi casa, pero la autovía estaba en obras, por lo tanto, tuve que ir por la carretera del bosque.
Anduve unos
kilómetros, cuando de repente, se encendió la luz de mantenimiento en el salpicadero
—¿Otra vez? —me pregunté con
enfado. El coche estuvo tres días en el taller la semana pasada.
La luz empezó a
parpadear y se iluminaron otras más. “¡No puede ser!”, pensé. Lo
único que deseaba era llegar a casa lo antes posible para disfrutar el fin de
semana.
Escuché un
silbido agudo y el motor dejó de funcionar. Intenté muchas veces arrancar el
coche, pero no tuve éxito. Ya era tarde para llamar al taller, por lo que
decidí llamar a un taxi. No pude porque no tenía red. Esto significó que me quedaban
dos posibilidades: una, quedarme en el coche a dormir, esperar el amanecer e ir
a buscar un sitio donde hubiera cobertura; o dos, abandonar el coche en la oscuridad y caminar
hasta recibir señal para realizar la llamada.
Decidí quedarme
en el coche. A medida que pasó el tiempo, menos me gustó la idea. Entonces, me
bajé y empecé a andar, sin rumbo.
Sentí el abrazo
de la noche con su paño oscuro. En la distancia, escuché el grito de algún
pájaro que me hizo sobresaltar. Me daba la sensación que mis sentidos estaban
más agudizados. Miré el reloj, faltaban solamente dos horas para la medianoche.
“Ya podría estar en mi casa, sobre el sofá, cenando y mirando una película”
pensé en la oscuridad.
Escuchaba mis
pasos sobre el asfalto húmedo, veía como mi respiración se convertía en humo,
una nube de pájaros parecían enfadados conmigo porque interrumpí el silencio y
pasaron por encima de mí, tan cerca, que tuve que taparme la cabeza. No podía
quitarme la sensación de que alguien me estaba observando. Se me erizaba el
pelo. Sentí como el miedo me invadía por la nuca.
“Está
solamente en tu cabeza” me dije “es solo tu imaginación” intentaba
tranquilizarme a mí mismo. Mis oídos estaban en alerta para escuchar el más
mínimo sonido.
En un momento,
me pareció percibir pasos que no eran míos. Me di una vuelta con sigilo, creí
ver a alguien que se movía y que llevaba algo consigo que no podía distinguir.
Se acercó a mi coche, dio un salto de forma tal, que un mortal no podría
haberlo hecho de esta manera. Me escondí detrás de un árbol.
Escuché un
estruendo, seguido de otro y de otro. Abrí los ojos cada vez más para poder ver
lo que sucedía. Sentí un pánico cerval cuando pude reconocer que la criatura
golpeaba, con un hacha, el techo de mi coche. Contuve la respiración por un
momento, no podía apartar la vista ante su acción tan violenta. Giré mi cabeza
para los dos lados en búsqueda de una escapatoria. Vislumbré a lo lejos una
luz. No lo pensé mucho y me eché a correr lo más rápido que pude hacia esa dirección.
Percibí como que alguien me sujetaba los pies y me desgarró el pantalón por la
botamanga. Di patadas a ciegas y corrí aún más. El eco de los golpes del hacha
sobre el metal me acompañó en mi huida.
La espesa niebla
me impedía ver el camino. Lo único que deseaba era encontrar un sitio seguro.
De pronto, se aclaró la niebla y apareció ante mí una pintoresca casa hecha de
madera, con un jardín, en medio del bosque. Desde afuera observé que tenía una
habitación muy acogedora con una amplia chimenea. Cerré mis manos temblorosas
en un puño, di unos golpes con fuerza en la puerta y escuché unos pasos que se
acercaban.
La puerta se
abrió y frente a mí se encontraba una anciana. En un primer momento, creí conocerla,
pero no pude recordarlo. La mujer era bajita y lo que me llamó la atención eran
sus manos huesudas, sus ojos acuosos y el pelo recogido, muy tirante, en un
moño.
—¿Qué
pasa? —me preguntó con una voz que parecía un graznido.
—Es
que… Micoche se ha averiado y necesito llamar a un taxi… pero no tengo cobertura en esta zona —le dije
desesperado —Alguien está destrozando a mi coche y … y…
—No
te preocupes joven, entra y tomate un té. Te estaba esperando —me
interrumpió.
No sabía si
salir corriendo o quedarme. Esto no me gustaba mucho. La mujer tenía algo que
me era familiar, pero al mismo tiempo sentí un rechazo hacia ella.
La casera me
insistió tanto que tomara el té que accedí. Me seguían temblando las mano
cuando cogí la taza.
“Qué raro huele
esta infusión” fue mi último pensamiento antes de perder el conocimiento.
Adormilado, escuché —¡Señor, señor, …!
Abrí los ojos
poco a poco, el sol me enceguecía, vi una silueta color azul borrosa, no pude
distinguir quién era y ni sabía dónde me encontraba.
Sentí mucho frío
y dolor en las piernas.
—¿Qué?
… —no pude hablar, mi lengua se sentía muy pesada.
—¿El
coche abandonado en la carretera es de usted? —preguntaba
la persona que no podía ver claramente —¿qué hace
usted aquí sobre esta lápida?
—No,
no… Entiendo nada —le dije con espanto mientras miré a mi alrededor. ¡Me
encontraba en un cementerio!
—Su coche no muestra daño alguno —me dijo el policía desconfiado y se acercó para olerme el aliento.
—¿Cómo?
¡Eso no puede ser!
—Creo que lo mejor es, que usted llame a su seguro para que venga una grúa. No puede quedarse ahí tirado en este lugar porque hoy es el día de los difuntos y vendrá mucha gente.
El
policía me acercó a la casa. Una vez allí me comuniqué con mi seguro y al
quitarme la ropa vi cómo la botamanga de mi pantalón estaba completamente
destrozada. “¡Por eso me dolía tanto las piernas! ¡No estoy loco!”
Al día siguiente, me llamaron del taller para
avisarme que el coche no tenía nada, que lo podía recoger cuando quisiera.
Empezaba a dudar de mi razón.
Entonces,
me acordé de algo. Subí al altillo y busqué un libro de fotografía en el que encontré
un sobre antiguo. Lo abrí, saqué unas fotografías en sepia y una que me llamo
la atención. Una señora huesuda, de estatura mediana, llevaba el cabello
recogido como se usaba antiguamente. En brazos llevaba a un niño pequeño; a su
izquierda podía reconocer a mi madre con unos cinco años y a la derecha, un
tronco enorme con un hacha clavado.
“¡Ya
sé por qué aquella mujer y esa casa en el bosque me eran tan familiar!” Era una
tía de mi madre y su hijo. Ella y yo
solíamos ir a visitarlos, a tomar el té cuando era pequeño. Su casa en el
bosque estaba ubicada muy cercana al cementerio.
Entonces me acordé de que mi madre me contó que un coche había atropellado al hijo de la tía en la carretera del bosque, mientras cruzaba la calle para ir con su madre a coger leña. Nunca se supo quién fue el conductor porque se dio a la fuga y jamás volvimos a visitar a la tía, porque se negaba a ver persona alguna. Se encerró en su casa, clausuró las ventanas y vivió en la más absoluta oscuridad hasta que falleció hace un año.
-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Un tostón terrorífico
Como era costumbre en aquel pueblo, los días de todos los santos y difuntos, los mayores limpiaban los nichos de sus familiares, llevaban flores, el cementerio se llenaba de mujeres de luto y las tumbas se exhibían relucientes, repletas de crisantemos.
Los jóvenes continuaban con la
tradición de hacer una fiesta que llamaban “El tostón”, solían alquilar una
casa con un grupo de amigos, encender fuego, tostar castañas y pasar dos días
de comilona, fiesta y alcohol.
Esta vez coincidía con un fin de
semana. Los habitantes se negaban a adornar sus casas con calabazas, arañas
peludas, esqueletos, ni disfrazarse con caretas terroríficas, en definitiva, no
querían vivir esa fiesta americana llamada Halloween.
El grupo había elegido una casa
apartada en el campo, donde podían hacer ruido hasta la madrugada sin molestar
a ningún vecino. La vivienda rural era muy grande y antigua: tenía enormes
vigas de madera, puertas muy gruesas que temblaban con el viento y grandes
cerrojos que chirriaban oxidados, los escalones de madera crujían al subir; a
eso había que sumarle que daba tormenta para el fin de semana. Todos los
ingredientes para un “tostón” de miedo, como a ellos les gustaba.
Se llevaron bastante comida,
castañas, hielo y alcohol suficiente para los tres días que iban a estar
apartados.
Cuando terminaron de cenar, la mesa donde habían comido se quedó sin recoger, los platos, vasos y cubiertos se quedaron a la espera para el día siguiente. Subieron arriba y se repartieron los dormitorios, Andrés y Alicia decidieron dormir juntos, y en la otra cama del mismo dormitorio otra pareja, los demás discutían eligiendo donde dormir.
El viento comenzó a silbar y a zarandear las ventanas y las pesadas puertas. La lluvia, los relámpagos y los truenos le sucedieron, era la noche ideal de difuntos, para contar historias de muertos y aparecidos, de zombis y hombres lobos, algunos chicos comenzaron a dar bromas, sobresaltos, a asustar haciendo voces de fantasmas con una sábana blanca por encima de la cabeza, era lo normal en las fiestas de “Tosantos”.
El temporal se hizo más potente y la lluvia pegaba sobre las ventanas con furia desmedida. A las doce de la noche cerraron puertas y ventanas, echaron las cortinas, apagaron las luces, encendieron las velas para comenzar su tradicional noche de difuntos. Las historias de miedo se alargaron hasta la madrugada, alrededor de la chimenea donde tostaron las castañas y bebieron. Algunas historias eran muy conocidas y repetitivas, la chica de la curva, el fantasma de la casa encantada, las mismas apariciones de todos los años, la muñeca que hablaba y giraba la cabeza, etcétera.
Cuando llegó las cinco de la mañana, uno de ellos puso una mesa baja delante de la chimenea y la guija encima. Se sentaron en el suelo todos alrededor. Esta vez querían contactar con David, el amigo muerto, pusieron una silla vacía para él y su foto enmarcada en la mesa.
Ese año era especial y más triste, había muerto por accidente de moto un chico que siempre iba al tostón y era el alma de las fiestas, el más divertido, y su grupo de amigos lo echaban muchísimo de menos. Hacía un mes que lo encontraron en la cuneta, un coche lo había golpeado contra el “quitamiedos”, su muerte según el forense, había sido inmediata, dejando impregnado de sangre el guardarrail y el asfalto. Lo desplazó de la moto golpeándolo contra el metal, el coche se dio a la fuga y dejó el cuerpo en la cuneta. Aún estaba la investigación abierta aunque en el pueblo se rumoreaba quién podría haber sido. Incluso había conjeturas que habían visto un coche manchado de sangre en el lavadero de la gasolinera.
—Ya es la hora de David — afirmó Andrés.
—A esta hora murió y vamos a
invocarlo, él sabe quién lo mató —dijo Julián.
—¿Quién…hace… las… preguntas? —habló
uno de ellos, tan bebido que casi no se le entendía.
Escribieron en un papel las preguntas.
Uno las leía,
otros pusieron el dedo en la guija, los demás miraban, había un grupo más apartado que se reía, cosa
que no gustó a los amigos más cercanos de David, que consideró esto como una falta de respeto. Comenzaron a
discutir entre ellos, le dijeron que aquello no era ninguna broma y que se
fueran de allí, pero habían pagado para la fiesta y se negaron a irse. La
disputa se fue en aumento.
En aquel momento, la puerta de la
entrada se abrió con un gran estruendo; las velas comenzaron a temblar; las
chicas gritaron; la música, sola, se encendió y
subió el volumen; el fuerte viento apagó las velas; y aquellos que tanto se
reían y los que alzaban la voz en la pelea, se quedaron mudos.
En silencio, Andrés volvió a encender
las velas, y otro se levantó a cerrar la puerta. Continuaron con la ceremonia,
un poco asustados
—¿Hay alguien aquí? Si hay alguien aquí
que se manifieste.
—Queremos contactar con David Cortés
Flores. ¿Estás con nosotros David?
Cansados de preguntar, algunos se
levantaron a echarse una bebida, otros a fumar, pero repentinamente la guija
comenzó a moverse en círculo, como loca, sin señalar palabras ni letras. Todos
pegaron un brinco hacia atrás.
—¿Quién ha sido? ¿Has sido tú? —Se
preguntaban unos a otros mientras las chicas se acurrucaron en el sofá.
La música seguía, en bucle, con la
misma canción. Las luces que estaban apagadas parpadeaban y un gran estruendo
metálico sonó, comenzó a resquebrajarse el cristal de la foto de David y salió
disparada contra la pared.
El terror se adueñó de la situación y
presos por el pánico, corrieron hacia la puerta, se apelotonaron queriendo
salir todos a la vez, gritaban, algunos consiguieron salir de la casa, se
montaron en los coches temblando tanto que no podían meter la llave para
arrancar, cuando por fin giraron la llave, ningún coche arrancaba.
Andrés cogió a Alicia de la mano y se
fueron despacio por las escaleras que crujían a cada paso, para irse al
dormitorio, pero antes de llegar arriba, se encendieron las luces y pudieron
ver con nitidez como se estrellaban los platos contra el suelo, como volaban
las cucharas y como los tenedores y cuchillos se clavaron en las vigas de
madera.
Los que quedaban en la casa
intentaron salir quedándose encajados en la puerta, cegados por el miedo, vieron impotentes como el cerrojo se cerró
antes sus ojos como si una mano invisible lo moviera.
Se encontraban atrapados, los coches no arrancaban y la puerta no se podía
abrir.
La luz volvió a irse y los relámpagos
alumbraron sus caras con ojos despampanados, que
miraban en todas direcciones pegados unos a otros en un racimo
inseparable.
Julián, que era el más mayor, intentó
calmar la situación. Le dio una vela a cada uno, repasó puertas y ventanas,
quitó la música y dijo:
—Vamos a acostarnos, a los espíritus hay que dejarlos tranquilos. Si quieren decirnos algo ya nos lo harán saber. Este parece que está enfadado esta noche —Y puso una nota de humor para calmarlos —esperamos que se haga de día, es mucho el alcohol que hemos bebido y mañana nos reiremos de todo esto.
La lluvia fue amainando, la noche se
volvió serena y la tormenta se calmó.
Andrés y Alicia pasaron el resto de
la noche, sin dormir, acurrucados mientras sus cuerpos temblaban de miedo y
frío.
En cuanto amaneció se levantaron todos juntos, fueron hacia la puerta y no hubo problemas, ¡la puerta se abrió con facilidad! Se montaron en los coches sin mirar atrás y sin mencionar todo lo ocurrido. Arrancaron los automóviles y todo parecía normal, como si hubiera sido un mal sueño, una pesadilla fruto del alcohol y la sugestión, ayudada por la tormenta.
Cuando llegó a casa Andrés se empezó
a encontrar mal, con fiebre y vómitos, a los amigos también les pasó lo mismo,
los padres se pensaron que alguna comida les había sentado mal. Andrés contó
todo lo vivido a su familia, pero no le creyeron. Cuando pasó el tercer día,
sus padres, junto a otros, fueron a recoger las cosas de sus hijos y todos
vieron el desastre: los platos rotos por el suelo, los vasos, los cristales de
las ventanas, y lo más inverosímil, los tenedores y cuchillos clavados en las
vigas del techo. Intentaron sacarlos pero fue imposible, “¡ni con un martillo
hubiesen podido clavarlos con esa fuerza!” Comentó uno de los padres.
Recogieron las cosas, adecentaron
aquella casa y se fueron con la duda de saber quién habría clavado los
tenedores en el techo.
Cuando la madre de Andrés entró en su
dormitorio, todo estaba en penumbra, él estaba con los ojos entre abiertos, con
gesto de terror, en posición fetal sobre la cama, abrazaba sus rodillas,
totalmente indefenso. Miró a la madre y le señaló la mecedora vacía que se
balanceaba. Ella fue a encender la luz y el gato le cortó el paso con un
gruñido.
—Este gato está muy raro desde que
has vuelto —dijo en un intento de mantener una conversación.
La madre, al ver la cara de pánico de
su hijo, se sentó y lo abrazó. Temblaba y sudaba a la vez. En la mesilla,
incomprensiblemente, estaba la foto de David con su moto. De reojo miró al gato
que estaba frente a la mecedora, que aún seguía moviéndose, cogió con mucho
cariño la foto, y dijo a viva voz:
Ahora mismo voy a ir a la iglesia a
ponerle velas a tu amigo David, para que encuentre la luz que necesita y pueda
descansar tranquilo, porque esta mañana han detenido al que lo mató y por fin
se hará justicia para él y para toda su familia.
Andrés, sorprendido, se incorporó de
la cama y dijo:
—Y ¿cómo saben quién ha sido?
—Confesó esta mañana, fue al cuartel
muy borracho. Daba gritos, como un poseso, que quería entregarse, por lo visto,
también pedía socorro porque dice que lo perseguían los tenedores de su casa.
Dicen los vecinos que es tanta la culpa que siente que ha perdido la razón. Ya
han hecho una reconstrucción de los hechos, todo coincide y se lo han llevado
detenido.
La madre salió del
dormitorio consciente de todo lo que había dicho.
La mecedora dejó de moverse, el gato
miró hacia el ordenador que se encendió solo. En la pantalla apareció la imagen
de Andrés con su novia difuminada y comenzó a vislumbrarse, cada vez más
nítida, la de David en su moto. ¡La misma foto que habían utilizado en la
guija! La misma que él tenía en su mesilla de noche. Sólo había una diferencia:
Ahora David sonreía.
-----------------------------------------------------------------------------------------------------------
Por Antonio G. Corbacho:
Perdido
Corría el año de 1966.
Yo, que por aquel entonces contaba
diez años de edad, me encontraba en un cortijo propiedad de mis abuelos
maternos y cuyos cuatro hijos, mi madre y sus tres hermanos, se alternaban cada
cuarenta y cinco días para regentar la propiedad y atender a sus trabajadores.
No había corriente eléctrica ni agua
potable y las condiciones eran muy similares a las del siglo XIX. El alumbrado
procedía del candil, del quinqué y en último término de unas bombonas de gas
que se utilizaban para alumbrar las granjas de gallinas y que no interrumpieran
su ciclo alimenticio y ponedor durante la noche.
El primer elemento eléctrico que conocimos
fue un transistor de pilas que nos permitía escuchar los diarios hablados de
radio nacional de España y por la noche el programa de discos dedicados de
Radio Ceuta.
Cinco minutos enumerando las
dedicatorias y tres, para Manolo Escobar, Juanito Valderrama o La Niña de la
Puebla.
Los domingos, cuando las pilas del
transistor aguantaban, podíamos oír el carrusel deportivo y el hit parade de la
tauromaquia, con los goles de los diferentes partidos y las orejas y rabos que
habían cortado los toreros.
Precisamente, en este último programa
me enteré de que había un festejo taurino televisado y pedí permiso a mis
padres para desplazarme a través del monte a una finca de su propiedad, cuyos
inquilinos habían adquirido un televisor que funcionaba con una batería.
Era el mes de diciembre, donde
transcurren los días más cortos del año y, cuando terminó la corrida, serían
más o menos las siete y media de la tarde.
Noche cerrada, cubierta de nubes
negras, sin Luna ni estrellas que aportasen un poco de luz al escenario y la
necesidad ineludible de volver a casa.
Me despedí de los inquilinos y
comencé a andar bajo una leve lluvia y un viento cada vez más molesto, que me
azotaba y hacía que el agua de poniente me calase hasta los huesos.
Los primeros metros los solventé por
el conocimiento que tenía del camino, aunque no se veía nada. Resbalé sobre
unas piedras redondeadas por la erosión y caí de espaldas sobre un arroyo que
tenía que atravesar.
Al menos comprendí que hasta entonces
el camino era el adecuado, pero el frío comenzó a hacer mella en mi interior.
A partir de ahí, a ciegas. El viento,
cada vez más intenso, componía una sinfonía escalofriante al rozar los cables
de alta tensión y los álamos gigantescos que se prodigaban a lo largo del
arroyo. Eran silbidos estremecedores que zamarreaban el cuerpo y la mente de
una criatura de tan corta edad.
Me encontraba perdido por completo y
el miedo fue tomando posesión de mi cerebro y me recordaba pasajes de la Niña
de La Puebla que cantaba Los campanilleros y cómo un lobo sanguinario mataba al
pastor que acudía a cantarle a su prometida. Tenía entendido que ya no había
lobos en aquella época, pero no podía quitármelo de la cabeza.
Seguí mi camino sin saber a ciencia
cierta dónde me encontraba. Solo sabía que, tras un trayecto más o menos llano,
a través de una carretera infame, que conocí por los pedriscos sueltos que
chirriaban bajo mis pies, debía desviarme hacia la derecha para comenzar la
ascensión hacia el cortijo.
El bosque, durante la noche, también
está vivo. Los zorros aprovechan para asaltar los gallineros poco protegidos,
los búhos inician su cacería de ratas, ratones y culebras y lanzan unos sonidos
que me erizan la piel.
Cada vez que tropezaba con una retama,
una piedra o un árbol, me daba un vuelco el corazón.
Los escalofríos eran cada vez más
intensos, lo mismo que el miedo, pues parecía que nunca alcanzaría mi destino.
Me oriné encima cuando una cabra, incomodada por mi presencia, dio un salto
brusco y salió disparada para perderse tras los matorrales.
Estaba llorando de impotencia, de
miedo, de frío cuando me di de bruces con una maraña de jérguenes que
servía de toril para las vacas. Entonces comprendí que estaba a escasos metros
del cortijo, pero tenía que pasar por la vaqueriza y exponerme a una posible
acometida de alguna de ellas, que cuando están recién paridas se tornan muy
peligrosas.
El más mínimo ruido me hacía
presagiar que una mole de quinientos kilos con unos cuernos enormes se
precipitaba sobre mí.
El corazón se me salía del pecho y
solo me impulsaba la certeza de que estaba llegando.
Cuando atisbé la tenue luz de un
quinqué que aún seguía encendido, comprendí que había alcanzado mi objetivo.
----------------------------------------------------------------------------------------------------------
Por Juan Antonio Almanado:
El búnker del infierno
La lluvia cae sin parar desde hace diez días. El mismo tiempo que Nicole lleva enfrascada en su nuevo proyecto: la maquetación de un vídeo documental sobre la Segunda Guerra Mundial, fiel a su enfermizo fanatismo por el tema. No sabe por qué, pero el sonido del agua al repicar en los cristales le provoca una profunda consternación. Se pregunta una y otra vez si debería dejar aparcado ese trabajo, después de los últimos sucesos. Corre el rumor en las redes sociales de que todo aquel que se atreve a difundir la verdad sobre el tema Nazi, es atacado por unos seres malignos que contagian una terrible enfermedad. Los infectados comienzan a tener vivencias paranormales y en las fases últimas llegan a suicidarse. De momento no existe un antídoto. Muchas ciudades se encuentran al borde del caos, debido a que los casos de personas agredidas son muy numerosos. Es una epidemia que se expande como la pólvora.
Cinco
días antes
“Bulos y chorradas” piensa
Nicole, a la vez que sigue con su trabajo, “mañana lo publicaré, creo que está
sobrado de calidad y de interés, seguro que tendrá bastante repercusión”.
Nicole lleva demasiadas horas, despierta y necesita un respiro. Se dirige a la cocina, prepara un café muy cargado y se sienta en su sillón favorito para relajarse un poco. El sueño le vence y da una cabezada. Un fuerte ardor en el cuello la despierta. Le pesa la cabeza y comienza a sentirse rara. Camina fatigada hacia la habitación de trabajo, como si un tren le hubiese atropellado. De repente se le pone la piel de gallina. Un flash le ha venido a la memoria. Se ve ataviada con una vestimenta de rayas blancas y negras y observa la lluvia a través de los cristales. Hay mucha gente congregada a su alrededor, gritos de pánico, llantos y un olor nauseabundo. Soldados con el uniforme de la SS encolerizados que insultan, dan golpes y empujan a todo aquel que no obedece sus órdenes.
Se sacude la cabeza y los hombros para intentar despejar
la angustia que acaba de sentir.
“¡Qué horrible alucinación!”, habla a solas con los codos
sobre la mesa del salón y el alma poblada de dudas, al mismo tiempo que se
frota la cara con incredulidad. Los detalles se agolpan cada vez más nítidos.
Aturdida se va a la ducha. Y le sorprende que la luz esté encendida, ella
juraría que la había apagado la última vez que entró. Deja correr el agua, que caliente un poco. Una
vez dentro, levanta los brazos, apoya las manos
sobre la pared y cierra los pesados párpados para, de alguna forma, descansar la
mente. Entonces da un bote, espeluznada, al sentir en su piel el roce con otros cuerpos y un fuerte olor a
gas que le sobrecoge. Rápido abre los ojos y se encoge de terror. Apenas puede ver. Todo es oscuridad y le
embarga la sensación de no encontrarse en su baño. A tientas decide salir de la
bañera, pero antes de conseguirlo vuelve la luz.
“¿Cómo puede ser? Esto no tiene sentido”
Un horrible frío la hace tiritar. Mira a su alrededor, no
hay nadie y huele a gel de baño. Sin embargo, rememora la última vez que estuvo
en el campo de concentración. Todos con los brazos levantados para que de esa
forma cupieran más gente en las cámaras de gas y así se asfixiaran más rápido. No puede más y llora desconsolada sin saber
cómo actuar ante tanta paranoia.
Los recuerdos se adueñan de su conciencia. Cierra el
grifo porque cree haber escuchado un ruido en el salón. Queda en silencio unos
segundos, y lo rompe el estruendo de algunos muebles y cristales al caer. Aterrorizada, se envuelve con la toalla y cierra
con pestillo la puerta lo más rápido que le permite su desasosiego. Los nervios
y el pánico le impiden marcar el número de Marc. Suspira profundo para intentar
calmarse, cuenta hasta diez y tras unos segundos de incertidumbre realiza la
llamada, pero el terror le impide hablar. Sus cuerdas vocales están paralizadas
e intenta articular alguna palabra. Abre la boca con gran esfuerzo y procura
soltar el aire de su garganta, pero le resulta imposible. Mientras tanto salta
el contestador y en ese instante se derrumba frustrada.
Al otro lado del teléfono suena el mensaje de voz de Marc
que le hace sentir aún más hundida.
—Hola soy Marc. Ahora mismo no puedo atenderte, déjame tu
mensaje y te llamaré lo antes posible.
De nuevo vuelve a intentarlo y tras unos segundos de
balbuceos puede apartar su ansiedad y grabar la llamada de auxilio. Casi en un susurro, con las manos temblorosas,
la voz quebrada por el llanto y el corazón a punto de estallar.
—Marc, Marc… necesito… que… vengas… rápido… Estaba en la ducha
y me han ocurrido cosas muy extrañas al igual que anoche y acabo de escuchar unos
ruidos raros en el salón. Tengo mucho miedo.
Al mismo tiempo que con un gran esfuerzo, casi sin
aliento, empuja el mueble de las toallas hacia la puerta para apuntalarla.
Después, se sienta dentro de la bañera y corre las cortinas, con un gesto de
aislarse del pánico que le acongoja.
Acurrucada con los brazos en las rodillas, la cabeza
gacha y temblorosa, espera que Marc haya escuchado su mensaje y regrese pronto
a rescatarla. Aunque no es muy optimista. Ella sabe que su marido en ese
preciso momento mantiene una importante reunión con los agentes de la comisaría
por la reciente incertidumbre que recorre las calles de su ciudad. Y no suele
atender el teléfono en esas circunstancias hasta terminar. Nicole permanece
inmóvil e intenta evadirse del terror que siente, pero no puede dejar de evocar
lo que acaba de presenciar y tampoco lo acontecido en la cena del día anterior
con su marido: La corriente de aire, a pesar de que se encontraba todo cerrado;
las velas que se encendían de repente; la puerta que se cerraba sola; la luz
que se apagaba sin más explicación. Y por si fuera poco, los pasos y extraños ruidos
que oyeron sin que hubiera nadie.
El
sonido de la manilla de la puerta que comienza a girar de manera
brusca la despierta de su abstracción. Los golpes son cada vez más fuertes,
hasta que el mueble cede y la puerta estalla en pedazos y vuelve la penumbra. Nicole solo tiene dos opciones, saltar por la
ventana desde un tercer piso o quedarse quieta y esperar lo imposible. Así que la abre, se apoya en el filo, coge
impulso, se gira y queda con los pies colgando. A pesar de la rapidez con que
actúa, le da tiempo a ver dos cuerpos con alas negras, cola larga terminada en
un pequeño triángulo, una diminuta cabeza con grandes orejas de ojos brillantes
y saltones y con unos colmillos prominentes. Perturbada, por un sentimiento contradictorio de
pavor y, a la vez, de empatía para con esas criaturas. Suelta las manos del
borde de la ventana, justo antes de que se abalancen sobre ella.
Un potente haz de luz ilumina la estancia y ambos seres
se pulverizan en un montón de cenizas. Marc acaba de llegar a casa y ha cogido
la linterna grande.
—¡Nicole, Nicole! Grita
agitado, con el alma en vilo al ver que se ha arrojado a la calle. Marc corre
hacia la ventana y se asoma. Ella
permanece en el filo de la cornisa del edificio petrificada sin dar crédito al
horror que acaba de presenciar, pero le alivia poder tener cerca a Marc. Si
bien en su interior siente una incomprensible pena. Más tranquila, intenta
trepar para saltar de nuevo por la ventana, esta vez hacia dentro. Él la agarra
de las manos y jala con fuerza. Primero una pierna, después la otra y se funden
los dos en un intenso abrazo.
—Te dije que era una mala idea la de venir a vivir a
estos apartamentos, construidos justos encima de las ruinas del búnker donde se
suicidó Hitler.
Aquella noche les fue imposible dormir.
En
la actualidad.
Marc se ha levantado contrariado.
—Me siento raro, he tenido esta noche pesadillas, pero
eran ¡tan reales!
Marc prepara un café, lo bebe rápido, da un beso a Nicole
y se despide.
Nicole, se queda sentada, con la mirada perdida, la mente
vacía de pensamientos y bastante abatida. Marc sale de casa y se dirige a las
escaleras como suele hacer cada mañana, pero, hoy, se siente cansado, así que
da la vuelta y coge el ascensor. Pulsa el botón. Mientras, acaba de recordar
que ha dejado la cartuchera con la pistola colgada en la silla pero ya es tarde,
el ascensor se ha puesto en marcha. Presiona el pulsador para ir de nuevo al tercer
piso, aunque debe esperar a que llegue abajo. Nota que tarda demasiado, después
de unos minutos de tensión, la puerta se abre. Al observar lo que ven sus ojos,
un escalofrío le recorre el cuerpo entre el pavor, la sorpresa y el
escepticismo. Más que la planta baja, aquel lugar se asemeja al infierno:
llamas, personas que se queman, mucho calor... Aterrorizado, vuelve a pulsar el
botón para subir, pero no responde. La oscuridad contrasta con las llamaradas
que reflejan sombras de cuerpos con alas y una larga cola. Al fondo cuelga un
gran cuadro de hierro con la esvástica Nazi. En ese instante escucha el eco de
un disparo y se pone más nervioso aún.
“¡La pistola! ¡Nicole! Se siente impotente, no puede
subir para ayudar a su mujer.
Nicole yace desnuda en el sofá, con un disparo en la
cabeza entre un charco de sangre y el arma de Marc en su mano derecha. A Marc lo han raptado los cuerpos diabólicos,
y no se sabe nada más de él, desde que bajó al búnker del infierno.
-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Por María del Mar Navarro:
Trastornada
María
estaba sentada, en la fría silla metálica, de la reducida habitación, con las
paredes en blanco, una pequeña cama de hierro blanquecino, al lado derecho una
mesita de dos cajones, donde solo hay una botella de agua y paquetes de
pañuelos. Con la mirada ausente perdida en el limbo, sin expresión en el
rostro, el pelo enmarañado y un pijama de dos piezas, zapatillas de paño, a la
izquierda un mini lavabo y un váter.
La
mente empezó a recordar el triste y fatídico día. Había quedado con varios
amigos, Ana, Pedro y Juan, todos amigos de la infancia, para visitar la casa
antigua de la madre de Ana, fundada en 1912, situada a las afueras de la ciudad
de Carmona, la alquilaban para los fines de semana.
Eran
las diez de la mañana cuando llegaron al camino llano de tierra arcillosa,
rodeado a ambos lados de cipreses. Una enorme cancela de hierro, ya oxidada,
daba la bienvenida al lugar.
—¡Bájate
del coche, Ana!— tú tienes las llaves, dijo Juan.
Ana
apresurada bajó, abrió la cancela y le hizo señales con la mano para que
pasaran rápido y volverla a cerrar. —Un gran patio los recibía a la entrada, a
la derecha las caballerizas ya vacías de caballos, solo la llenaban algunos
aparejos.
Salieron
todos del coche y cogieron rápidamente las maletas, ansiosos de entrar en la
casa. María vio cómo se cruzaba un gato negro delante de ella, pensó “este
sitio da un poco de miedo”.
—Haz
los honores, Ana— estás ansiosa de volver a esta casa, comentó Pedro.
La
gran puerta de madera envejecida, chirriaba al entrar, primero entraron Ana,
Pedro y Juan. A María le recorrió un escalofrío por su cuerpo, nada más
acceder.
—¡Oh,
impone la colosal escalera!— manifestó María.
—Sí,
aquí fallecieron muchos antepasados, uno de ellos mi bisabuelo, que murió de locura
extrema, ahorcándose de la lámpara de este recibidor, mi madre dice que su espíritu
ronda por la casa-aclaró Ana.
—Yo
no creo en nada de eso. Todo es subjetivo— explicó Pedro.
Recorrieron
la casa. Primero la planta baja, a la izquierda se encontraba la cocina, con
repisas y muebles de madera; una encimera de granito y una mesa redonda con
seis sillas; una chimenea y un sofá cama; al fondo una puerta que daba a un
pasillo, con tres dormitorios y un baño; a la derecha un salón con un aparador
lleno de figuras y una vajilla de porcelana, junto con una cristalería, una
mesa con un jarrón chino y doce sillas.
Subían
la escalera y admiraban los cuadros antiguos de familiares. Ana explicaba de
quién se trataban. María, en el último antes de llegar al pasillo, se quedó
perpleja al ver al hombre horripilante que allí estaba: tenía los ojos saltones
negros, una barba pronunciada, la nariz puntiaguda, con dos verrugas, unas
enormes orejas y cejas pobladas; parecía que la miraba solo a ella. Empezó a
ponerse nerviosa, las manos le sudaban,
no dijo nada a nadie y prosiguieron.
El
pasillo era muy largo. A la izquierda un salón que servía de tertulia y comedor
con unas andrajosas cortinas moradas hasta el suelo.
En
el ventanal, María vio cómo se reflejaba una cara distorsionada que solo ella
veía. El suelo crujía, a cada paso que daban, una chimenea polvorienta y llena
de telarañas, encima una foto en blanco y negro arrugada, medio borrada, el
mismo rostro que se apareció en el cristal.
La
cabeza de María empezó a escuchar susurros, que no eran entendibles, quería
correr y salir de aquella casa. Un devastador crujido los alertó.
—¿Qué
ha sido eso?— asustado, pregunto Juan.
—Vámonos
de aquí, no quiero seguir— repicaba Pedro.
Las
voces se hacían más fuertes dentro de su cabeza, según avanzaban por el pasillo
“son personas nefastas, no te quieren, debes deshacerte de ellos”, cogiéndose
la cara con ambas manos, “¡no puede ser que escuche voces!”, se repetía a sí
misma, sin decirle nada a sus amigos.
Por
la rendija de una puerta situada a la derecha, vieron luz, todos juntos a la
vez empujaron, al abrirla salió una rata peluda.
—¡Qué
asco! ¡Qué asco! - No paraba de repetir Ana.
Desprendía
un olor a podrido y vieron gusanos que andaban por el suelo. El olor era
irrespirable y se secaban las gargantas. Una sombra atravesó la habitación. El
miedo los paralizó, inmóviles se miraban de reojo, escucharon unas pisadas
sordas, se cogieron de las manos y salieron corriendo.
—¡Déjanos
en paz! ¿Hay alguien ahí? - indicó María histérica.
—¡Abandonemos
la casa!— apuntó Pedro, alterado.
Ya
en el corredor, escuchaban carcajadas cercanas, sin saber de donde procedían, asustados,
despavoridos, bajaron las escaleras. Acelerados se sentaron en el sofá que
había en el salón cocina.
—No
entiendo qué ha ocurrido, ¿Qué ha pasado? - balbuceaba Pedro, deberíamos salir
ya de aquí.
—Tran…
tran… quilos… lo mejor es… mar… mar… charnos ya— Ana los alentó a irse.
—¡Rápido salgamos, ni un minuto más aquí!— Juan le dio la razón.
María
inmóvil y cabizbaja, resonaba la misma frase “no te quieren” “debes deshacerte
de ellos”, la cabeza le iba a estallar, “yo te quiero mi niña” “debes hacerlo”,
no entendía nada, la angustia y agobio le hacía estremecerse hasta los huesos.
Pero según le hablaba la voz, una energía recorría su cuerpo, transformándola
en más fuerte y poderosa.
Se
levantó María del sofá y fue a la cocina, cogió una botella de vino, y con
fuerza se la estampó a Juan en la nuca, rompiéndose esta, y seguidamente le
corto la yugular, los gritos de Ana eran imponentes ¡Que haces! ¡Para ya! Y la
hicieron correr hacia la calle, mientras Pedro forcejeaba con María, pero una
fuerza descomunal se apoderó de ella, lo tiró al suelo, y empezó a clavarle con
los restos de la botella en el pecho una y otra vez hasta terminar con su vida.
Vuelve
Ana, no te haré daño, a ti no, con la cara y ropa ensangrentada, le corría la sangre por la mano
y el antebrazo derecho. Ana subió al coche, pero se detuvo
para abrir la cancela. María corría como una liebre, cuando le quedaba dos
pasos para alcanzarla, esta cerró la puerta y huyó.
A la
mañana siguiente llegó la madre de Ana con la policía y encontraron a María
tirada en el suelo, encima de su propio vómito en la puerta principal y en la
cocina el dantesco y devastador crimen.
Pasaron cuatro días y una enfermera le preguntaba.
—¿Qué recuerda de ese día María?— Dime.
—Una voz me susurraba “no te quieren” “mátalos, mátalos”, solo hice lo que quería la voz, soy buena, no he sido yo.