Relatos premiados en el II Concurso de Relatos cortos de Puerto Sotogrande

 



1er. premio de relato. Juan Ignacio Ferrándiz Avellano. Madrid

A SOLAS CON EL MAR

«4 de abril

En el puerto pensaba que tres meses pasan pronto, aunque uno esté solo en mitad del océano a muchas leguas de cualquier punto terrestre.

Después de horas navegando entre olas grandes parece impensable que en mitad del mar emerja esta pequeña isla con un faro y una pequeña casa, una mota de polvo en una carta marina.

Cuando di el relevo a Alejandro vi su cara y por un momento pensé que su mirada era como sería la mía cuando acabaran los tres meses. Sus ojos se quedaron enganchados en los míos.

—Cuando termines, ya nada volverá a ser como antes —me dijo.

5 de abril

La casa está bien. Está repleta de víveres.

El infinito golpear de las olas ha metido su música en mi cerebro. Ya he olvidado lo que es el silencio.

Desde lo alto del faro veo una extensión de agua como una estepa interminable en el horizonte.

Cuando termino mis rutinas, aún le quedan veinte horas al día. Método y organización es la clave.

6 de abril

Esta maldita tormenta me tiene atrapado. Las olas rompen con fuerza y extienden sus salpicaduras hasta la puerta, como si una lengua gigante intentará lamerla, acercarse a mí. El generador se ha apagado y he sentido una gran angustia pensando que de hacerse permanente sería un gran problema. Enseguida ha vuelto a funcionar afortunadamente.

7 de abril

Sigue la tormenta. La casa tiene una cocina, un pequeño salón con chimenea y dos habitaciones; una de ellas con la puerta cerrada y la mía. Desde las ventanas se ve el mar embravecido y parece posible que en uno de sus arrebatos engulla la isla y el faro conmigo dentro.

8 de abril

Por fin, el buen tiempo. Por el día un mar liso y tranquilo, el sol entrando como una bendición en la casa. El faro, sigue proyectando luz en todas direcciones.

Por la noche, el cielo plagado de estrellas que parpadean. Oigo una música suave, lejana. Imposible. Como si viniera de la casa cuando paseo por las rocas. Como si estuviera afuera cuando me siento en la cocina a beber té.

15 de abril

Una semana sin generador. Un fusible demasiado viejo; el salitre lo corroe todo. No ha sido fácil dar con el problema. Pensé que estaría a oscuras ya siempre. Cuando todo es negro uno oye más cosas. Los muebles crepitan, las sombras se arrastran y una voz me llama. “Tuco”, como me llamaba ella antes del accidente.

No es posible. No es posible.

16 de abril

La puerta de la habitación cerrada se ha abierto. Sola. El faro sigue iluminando, el mar rompiendo contra las rocas, la voz llamándome, “Tuco, Tuco”.

Cuando salgo de noche siento que el cielo me mira con una mirada vacía.

Necesitaría sus manos que entrelazaban mis dedos. Su cabeza en mi hombro.

Pero ella murió en ese horrible accidente.

25 de abril

Hoy estaba acostado boca arriba sin pensar en nada. Oí unos pasos. Cerré los ojos y algo se amontonaba encima de mí. Traspasado de un extremo a otro, me sentí abrazado sin tacto. Me quedé quieto en la oscuridad sintiendo su afilada transparencia. Lejos, se oían unos latidos. Concentré mis fuerzas en esperar mi agonía. Así permanecí un buen rato hasta que se impuso de nuevo el sonido de las olas. Entonces intenté arrastrarme hasta debajo de la cama. Apreté los puños y escondí en ellos mi rostro. Un dulce aroma a jazmín se aposentó junto a mí.

12 de mayo

Por las noches noto el rítmico latido de su corazón junto al mío. Quedó atrás el miedo y la desesperación. Nada me sorprende, ni siquiera mi propia indiferencia. Cierro los ojos y beso su cuello y sigo bajando hasta que poso mis labios en una delicada cavidad entre sus tendones, pequeña y lisa como el interior de una concha.

17 de mayo

Cuando empieza el día, todo acaba. No hay ninguna aurora; un resplandor eléctrico envuelve el horizonte. Como el amante abandonado, confuso y huérfano de ella siento que el día me la roba.

21 de mayo

A veces ni yo mismo sé si estoy fingiendo. La necesito tanto… Entonces, de pronto, en medio de la oscuridad abrazo a ciegas su esbelta espalda desnuda y al notar su temblor creo en ella. Y así duermo y me despierto.

27 de mayo

Hoy ella se inclinó sobre mí. Note su aliento en mis labios. Me abrazó con tanta fuerza que perdí el sueño. Sentí la humedad de sus lágrimas en mi rostro.

4 de junio

Ella me habla. Sus ojos son grises como las paredes de la habitación. El pelo suelto y esa graciosa manía de morderse el labio inferior que ha tenido siempre cada vez que le preocupaba algo.

Dentro de un mes vendrán a recogerme.

15 de junio

Me lo ha dicho: “no me abandones”. Me he pasado todo el día fuera, sentado sobre una roca mirando el mar.

No me abandones. Repite una y otra vez.

3 de julio

Sé que, igual que como cada día, la noche me sorprenderá de fiebre con el cabello alborotado y lleno de locura y de delirio. Es en la noche de mi sombra y mis derrotas cuando me vence la certeza de que existe un punto en el centro del océano donde me esperas. Es el mar el que te aleja y el que te acerca.

“Ven conmigo”, me susurras y yo ya no tengo opciones porque siento tu mano en la mía, tu pecho contra mi pecho y sólo existe la esperanza de no perderte mi amor.»

Teletipo del buque Albatros a Capitanía General:

“La isla del faro del paralelo 27 está vacía. Sólo encontramos las pertenencias personales de Luis Páez ordenadas en los armarios y sobre una mesa un diario con la reseña de los días que ha pasado. Lo llevamos para el juez de Instrucción. Hacemos el relevo trimestral. Nos tememos lo peor.”


1er. Accésit. Miguel Nieto González. Marbella

Latitud incierta

El jolgorio de delfines y sirenas ha creado un denso taró. Apenas se distinguen las luces desastradas del puerto en el que las bocinas de niebla tañen a muerto. La costa parece un sudario. Ataúlfo se palpa los plomos antes de sumergirse. Siempre cree que no lleva suficientes y flotar más de la cuenta atribula a un submarinista tan apegado al oficio que en tierra viste una gabardina de hule negro y lleva gafas de caucho. Buzo de branquias oxidadas, ahora se dedica a restañar barcos lastrados de conchas, algas y mierda, y a emborracharse en la taberna los días impares, que es cuando cobra. Hubo tiempos en los que trabajó a profundidades desmesuradas. Las plataformas petrolíferas lo jubilaron pronto con arrugas de bebé de tanto ponerse en remojo. Iba a terminar sus días como buceador de rescate en el mar Muerto, un chollo, pero harto de que no se le ahogara nadie se vino para acá, al futuro prometedor de yates, veleros y algún que otro buque despistado.

La fábrica de hielo del puerto, desnutrida de encargos, subsiste vendiendo barras y cubitos para neveras y chiringuitos pero de vez en cuando arriba un barco providencial que aplaza el cierre. El Terranova es un milagro: sus cámaras frigoríficas no funcionan y no para de comprar hielo, a toneladas, que almacena en un casco que cada vez se asemeja más a la panza de un monstruo marino. Atu –como le conocen los parroquianos– trabaja de noche, con la fresquita y una lámpara halógena que parece un faro del revés. Ya ha remendado la hélice, con más mellas que la dentadura de un vagabundo, pero le queda tarea con los pañoles. La fábrica desagua normalmente escarcha pero con el tragahielos desperdicia mucho material que vierte en la dársena, camino de convertirse en un lago andino. Atu se siente un polo de regaliz.

La foca vaga por un mar de puchero, con los imanes cardinales alterados, cuando se topa con este puerto de latitud incierta que vomita un hilero de glaciar. Inesperado. Mágico. La foca parece albina, como un narval sin berbiquí, pero sólo es vieja. Los años le han decolorado la piel; no así sus ojos de galena. Tan negros como el neopreno que divisa al fondo, donde nace el frío y centellea una estrella submarina. Atu suelda con desgana en el mercante, con más bollos que un escudo de vikingo, que, en sus tiempos gloriosos, traficó con lino egipcio. Los armadores se han pasado al trajín de frutas y pretenden repararlo antes de que se hunda con una descomunal carga de sandías. Les da igual que escore a babor desde la embestida de un contenedor a la deriva que el capitán confundió con un cachalote. Blanco y sin arponear. Las maromas están tensas como cuerdas de laúd y el buque, aparte de ruindad, amenaza ruina.

Ataúlfo intuye que le observan pero, como otras veces, cree que sólo son fantasmas hiperbáricos. La foca de eso no entiende; de burbujas, sí, y aquel calderón negro suelta un chorro insólito. Parece toser y las ballenas no tosen. Tampoco desprenden luz. La foca dribla hélices en barbecho y se acerca cautelosa al bulto impreciso. Ataúlfo apaga el soplete y va a por los remaches. La niebla cuaja, el puerto sigue con su lamento y la factoría mastica nieve. El buque huele a fruta desahuciada.

Atu pega mazazos tan fuertes que ni la espesura del agua amortigua el quejido del acero. El ruido asusta a la foca que arria bigotes y se esconde tras el timón de un velero. Atu no se da cuenta de que la tiene justo detrás. Siente como si un pulpo le acechara el cogote pero en el puerto no hay pulpos: sólo lisas radiactivas. El buzo gira todo lo veloz que le permite el lastre y la pilla por sorpresa. Foca y buzo se miran quietos. Atu alucina con la foca que parece un viejo mascarón de proa fuera de lugar. La monje no mueve ni un pliegue de su hábito. Contienen la respiración. Foca y buzo juegan a los equívocos: Ataúlfo hace como que no la ve y ella aparenta que no existe.

Pero se miran fijo y, sin darse cuenta, se aproximan en lo que parece un ensayo a media agua de gimnasia sincronizada. Sueltan burbujas de incredulidad con ojos de payaso. Atónitos. Sonríen mientras danzan. No hay puerto en el mundo, incluidos los de latitud cierta, que acoja espectáculo parecido. No dura mucho el embeleso. La panza del buque no ha encajado bien la somanta de golpes y se remueve. Las entrañas rugen como si entrara en ebullición. Atu y la foca sin nombre aparcan el dueto y miran al Terranova. La línea de flotación cede y la proa se abre como si la bestia, asfixiada, quisiera tomar aire. Pero sólo eructa y le entra más agua. La sentina alivia por los imbornales un chapapote carmesí. Foca y buzo empiezan a recular camino de la bocana sin perder de vista el monstruo herido. Justo a tiempo: el amarre se tensa hasta descuajar un noray que, como una carga de profundidad, les cae justo delante. Se vuelven a mirar. Igual se entienden porque huyen que se las pelan. Atu –ni se lo explica– nada tan rápido como la foca, que no se ha visto en otra igual. Poca gracia morir por la coliquera de un mercante revenido.

Las sandías pochas cubren de rojo el puerto y la bestia se hunde con una ventosidad de traca. Una ola de compota amenaza con engullirlos. Foca y buzo no tienen tiempo de despedirse ni con un glugluteo apresurado. La foca enfila por donde el mar se acuesta en lumbre y el buzo aletea al lado contrario donde asoma un gajo de luna roja. El taró escupe pepitas negras. Mientras le caen encima, Ataúlfo se pregunta si volverá a cruzarse con la foca albina, esa monje sin hábito que se fue teñida de púrpura.


2º. Accésit. Alicia Morales. Algeciras

CON EL ALMA AFERRADA. 

No recordaba que el olor a sal junto al del gasoil del muelle me daban tanta vida. 

Había pasado veinte años, veinte años adormecida mirando al mar lejos de los puertos, dejando en el olvido  la magia de lo atraques, del sol de mediodía que te quema despiadadamente, del viento que no te respeta la melena ni la falda, del cielo que se va volviendo puro con un  mediterráneo tan azul y tan furioso a veces que te riza el pelo, te llena el cuerpo de humedad y de salitre.

Había olvidado la lengua de los marineros:, “amarres, esloras,  aguajes, calado, calma chicha…”, había olvidado  la suerte de la rosa de los vientos, quizás la rosa más universal. 

Hacía veinte años  que no rozaban mis tacones un pantalán, que no balanceaba las caderas en un afan inocente de atraerle sin reparar que era él quien  me iba  seduciendo de una manera terrible.

Me amarró  a sus noráis,  me impregnó de  su olor, me abrazó con su levante, hasta que  me encontró desnuda   en sus amaneceres.

Me hizo feliz, me lleno de desdichas....

Lo amé tanto que  fui culpable de  desaparecer …

Lo abandoné.

Asustada elegí un tedioso  camino  para que el dolor no me tocara. 

Pero hoy,  mientras sentía que “son más tristes los muelles cuando atraca la tarde”... Esos  versos de Neruda me flotaban en el alma, como antes del olvido lo habían hecho siempre,  volviendo a mi superficie, más allá del abismo abisal donde yo los había condenado… volvía a tener veinte años.

Nos habíamos echado de menos.

El puerto me devolvía aquello que yo le entregué en aquel  tiempo.

Y el miedo se fue por el poniente dejando una estela de espuma de mar y de alegría.

 

 

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